Hay un viejo adagio que se recuerda en cada ocasión en la que se intenta emitir un juicio sobre una persona: si camina como pato, tiene cola de pato y grazna como pato, no hay que darle vueltas, es un pato.
Algo por el estilo está sucediendo en el proceso que se le sigue a Donald Trump en el Congreso de Estados Unidos por su obsesiva negativa para admitir que perdió la elección y por el papel que jugó en el furtivo ataque de una turba a la sede de esa institución el 6 de enero. Todos los testigos que han declarado sobre lo ocurrido ese día han dicho que, directa o indirectamente, consideran que, por omisión o comisión, Trump tuvo alguna responsabilidad en el ataque al Congreso. Pero, en el laberíntico sistema jurídico estadunidense los elementos vertidos son circunstanciales y los cargos pudieran ser rebatidos con argumentos jurídicos similares en un juicio formal. Al menos es lo que se deduce del artículo que Jack Goldsmith, doctor en derecho de la Universidad de Harvard, escribió hace algunas semanas. El autor ofrece algunos escenarios sobre un posible juicio al ex presidente. Advierte que hay por lo menos dos problemas: uno de percepción política y otro de técnica jurídica. En el primero, se considera que en el juicio existe un elemento de venganza en contra del ex mandatario, después de que Joe Biden declaró la necesidad de llevar a Trump a juicio por su papel en lo sucedido el fatídico 6 de enero. Otro, estrictamente jurídico, es la dificultad de que en un juicio se acuse al ex presidente por algo en lo que él firmemente creyó, y consideró que su responsabilidad era la de establecer con toda claridad si la elección había sido legal. En este caso, el fiscal deberá probar “más allá de cualquier duda razonable” que existe alguna culpabilidad de Trump por no aceptar los resultados de la elección, cuestión que el profesor Smith estima será difícil hacerlo frente a un jurado. Incluso, la presión para que el vicepresidente Mike Pence postergara la calificación de la elección, se pudiera presumir, era una de sus prerrogativas como jefe del Ejecutivo.
De las comparecencias se deriva que varios funcionarios de su administración, entre ellos su procurador general, le informaron en varias ocasiones que las pruebas eran suficientes para afirmar que había perdido la elección. Trump lo ignoró e insistió que había ganado. Para colmo, acusó a los funcionarios electorales y secretarios de los estados de actuar de forma fraudulenta en el conteo de los votos emitidos.
Si existía alguna duda sobre la negligencia de Trump para impedir la asonada o disuadir a sus participantes de su ataque en los momentos en que asaltaban el Capitolio, una funcionaria cercana a su jefe de gabinete declaró que atestiguó una serie de afirmaciones de las que se deduce que el presidente sabía que había elementos armados entre la turba y a pesar de eso ordenó a quienes resguardaban el Capitolio que les permitieran el paso. Además, dijo haber escuchado que el Servicio Secreto, incluso por la fuerza, impidió el intento de Trump de sumarse a la muchedumbre aduciendo que las armas en posesión “no eran para hacerle daño a él”.
Aún hay dudas sobre la forma en que el fiscal general de la nación procederá si, al margen de las pruebas presentadas en las comparecencias, estima que no hay suficientes elementos para que Trump sea declarado culpable en un juicio. Al parecer, al fiscal le preocupa que el jurado llegue a esa conclusión y declare inválido el juicio. De ser así, se pudiera establecer un grave precedente que implicara la “infalibilidad” de los presidentes en funciones y desafiaría el principio constitucional, “nadie por encima de la ley”. La secuela política que de inmediato tuviera tal resolución pudiera ser de incalculables consecuencias, incluido un serio golpe a la democracia.
En todo caso, con o sin juicio, las derivaciones políticas ya están a la vista.