En su lucha por encontrar a los desaparecidos por la represión desatada por el ex presidente Luis Echeverría, fallecido la noche del viernes a los 100 años, Rosario Ibarra de Piedra solía señalar que fue él, y no los generales de la junta golpista de Argentina, el precursor de los llamados “vuelos de la muerte”, acciones que el derecho internacional configura como delitos de lesa humanidad.
Si los trabajos de la Comisión de Acceso a la Verdad por Violaciones a los Derechos Humanos 1965-1990 avanzan como se ha prometido, se podrán conocer los nombres de los cientos de víctimas arrojadas al mar a partir de 1974, según se sabe, en avionetas militares Arava que despegaban de la base naval de Pie de la Cuesta, cercana a Acapulco. Como comandante supremo de las fuerzas armadas, Echeverría Alvarez sería el autor intelectual de estos crímenes.
Por lo pronto, se conoce ya un nombre, Alicia de los Ríos, joven guerrillera de la Liga 23 de Septiembre detenida en enero de 1979 en la Ciudad de México y trasladada de inmediato al Campo Militar Número Uno. Por testimonios se sabe que a los cinco meses fue trasladada a Pie de la Cuesta. Su hija Alicia de los Ríos, abogada e historiadora (tenía 11 meses cuando su madre fue detenida-desaparecida), lo mencionó así frente al presidente Andrés Manuel López Obrador y el secretario de Defensa, general Cresencio Sandoval, en la ceremonia de inicio de la comisión ahí mismo, en el Campo Militar Número Uno.
Documentación reunida laboriosamente a lo largo de casi 50 años por familiares de las víctimas ha esbozado ya el trazo de cómo operó este mecanismo represivo dentro de las fuerzas armadas, diversas corporaciones policiacas e incluso organizaciones paramilitares para ejecutar las órdenes contrainsurgentes del ex mandatario.
Descabezar al movimiento del 68
Durante su presidencia, Echeverría se empeñó en fraguar una imagen de progresista, amigo de Fidel Castro y la revolución cubana, fraterno con el presidente chileno Salvador Allende y, a partir de la oleada golpista en Sudamérica, protector de miles de refugiados.
Durante años no se habló de la otra cara de la moneda hasta que el estadunidense Philip Agee, ex agente de la Agencia Central de Inteligencia (CIA, por sus siglas en inglés) reveló en el libro que escribió al desertar, Inside the Company: CIA Diary, la existencia de dos piezas claves para el espionaje estadunidense en México: Litempo 8 era Díaz Ordaz y Litempo 14 era Echeverría. Ambos fueron colaboradores de la agencia, que fabricó decenas de golpes de Estado en aras de “defender al mundo libre del comunismo”.
Esa adscripción como colaboradores de los servicios de inteligencia estadunidenses les valió protección y encubrimiento de la verdad por los hechos de Tlatelolco, el Jueves de Corpus y la llamada guerra sucia de los 60 en adelante.
En el caso de Tlatelolco, se sabe ahora que fue Echeverría quien empujó por la salida más sangrienta. Hay un cable del 6 de agosto de 1968, en el que el director de Inteligencia e Investigaciones del Departamento de Estado de Washington, Thomas Hughes, se congratula porque con Echeverría al frente, “el gobierno mexicano ha decidido pasar de la etapa permisiva a la contraofensiva”.
Echeverría, identificado en múltiples documentos clasificados top secret como su “principal informante”, fue quien aseguró durante una reunión en la sede de la misión estadunidense (el 27 de septiembre, apenas seis días antes de la masacre, según reporta un cable de la misma embajada) que el gobierno había tomado la determinación de “descabezar” el movimiento estudiantil antes de que se inauguraran los Juegos Olímpicos, el 12 de octubre.
Todo esto se sabe por documentos, telegramas, memorandos, análisis y cables desclasificados en 2004 por demandas bajo la ley de acceso a la información estadunidense por la investigadora de los Archivos de Seguridad Nacional, Kate Doyle, directora del Proyecto México.
Esto sirvió a Echeverría para quitar del camino a la Presidencia a los tapados rivales en la sucesión de 1970. La historiadora de El Colegio de México Soledad Loaeza, autora del libro Gustavo Díaz Ordaz: el colapso del milagro mexicano, comentó a La Jornada que, tomando en cuenta la atmósfera “opresiva, de tensión extrema” que dominaba, Díaz Ordaz “ponderó la experiencia y el temple de Echeverría. Lo vio como el único garante de la estabilidad. Le faltó visión de futuro. Porque lo que vino después fue peor”.
“Me gusta este tipo”: Nixon
Nixon y Echeverría, almas afines es el libro de Doyle, producto de 169 cintas de conversaciones telefónicas y personales del ex presidente estadunidense con diversos actores de México o relacionados con temas mexicanos. Según la del 15 de junio de 1972, Echeverría visita a Nixon, quien lo instó a poner en juego su influencia regional para evitar la expansión de la revolución cubana y la experiencia de Salvador Allende en Chile. “Sí”, dijo el mexicano, “porque si yo no tomo esta bandera, lo hará Castro”.
“Se sabe”, aseguró a su vez Loaeza, “que cuando Nixon colgaba el teléfono después de hablar con Echeverría, el presidente de Estados Unidos se echaba para atrás y con gran sonrisa exclamaba: ‘I like this guy!’ (Me cae bien el tipo). En esos momentos estaba a su lado, casi siempre, Henry Kissinger (primero consejero de Seguridad Nacional y luego secretario de Estado), que era con quien verdaderamente Echeverría se entendía a las mil maravillas”.
Hasta la aparición de Echeverría (o Litempo 14) en las altas esferas del poder, México no aceptaba alinearse con la visión bipolar este-oeste de Washington. Recuerda Loaeza que, en plena guerra fría, López Mateos y hasta Díaz Ordaz resistían esa presión. “Nunca dejaban de insistir en que el subdesarrollo era la mayor amenaza en el continente. Echeverría cambia ese eje de argumentación y adopta la preocupación anticomunista como propia”.
Si hubo doble cara en la escena internacional, en lo interno Echeverría fue peor. En un intento por limpiar su imagen, multiplicó sus gestos de conciliación hacia las jóvenes generaciones de su época: en plena campaña electoral accedió a guardar un minuto de silencio por los muertos de Tlatelolco en la Universidad Nicolaíta de Morelia, cuadruplicó el presupuesto a la educación y aceptó reformas a las universidades.
Pero al mismo tiempo, emprendió una cruenta guerra sucia contra las expresiones guerrilleras que surgieron por encontrar cerradas las vías de oposición política. Los delitos del Estado de esa época incluyen una lista de 500 desaparecidos, incluidos los que fueron arrojados al mar en una operación que, bajo sus órdenes, operaron los generales Francisco Quirós Hermosillo (muerto en prisión de cáncer, en 2006, cuando purgaba una condena por narcotráfico) y Mario Arturo Acosta, asesinado en 2012.
“Siempre he dicho y lo diré”, señalaba doña Rosario Ibarra, “los desaparecidos de la época son cosa de él”.