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Sin duda una pensadora trascendente, crítica severa y lúcida del poder, brillante escritora, trabajadora incansable, extremadamente sensible al sufrimiento de los demás –“una santa que no aspiraba al Cielo ni a la Gloria sino a reformar la condición humana”–, y admirada por Albert Camus y T.S Eliot, Simone Adolphine Weil (1909-1943) es una figura insoslayable en la cultura occidental del siglo pasado.
Simone Weil es un personaje tan controvertido como Juana de Arco. La comparación no es exagerada, pues si a Simone no se le condenó a la hoguera en vida, sí fue juzgada como hereje y quemada post mortem por “biógrafos” como Robert Coles, que no vacila en tildarla de “ciega, tercamente obtusa y aborrecible”. Autoras como Flannery O’Connor y Alejandra Pizarnik la abordaron con una mezcla de admiración y terror, porque una pasión tan radical como la de Simone siempre incitará reacciones asimismo apasionadas. Independientemente de si se es o no creyente, es posible abordar los textos de Simone desde una óptica laica y leerlos no como ensayos teológicos (aunque eminentemente lo son: teología heterodoxa), sino como preciosas metáforas de la creación artística y testimonios del proceso creativo de la propia autora. Porque Simone, antes que pensadora, antes que santa herética, es escritora. No por nada, Albert Camus y T.S Eliot se reconocieron sus rendidos admiradores. Este último diría: “Su genio es el de un santo.”
Insólito que siendo hija de un matrimonio burgués de origen hebreo, que educó a sus hijos en el más absoluto agnosticismo, se haya convertido al cristianismo; no a través de las Escrituras sino del arte, más específicamente de los griegos y sus conceptos que amalgaman preceptos cristianos y estoicos. Para Simone, la estética del Renacimiento no logra recuperar el contacto con la belleza del mundo pues, considera, pretendió restablecer el vínculo espiritual con la Antigüedad pasando por encima del cristianismo. “Quizá en esencia, los vicios, las depravaciones y los crímenes son casi siempre, o incluso siempre, tentativas de comer la belleza, de comer lo que sólo se debe mirar.” Los místicos ingleses terminarían por incendiar su corazón. Y aunque la llamen “loca”, sus palabras no suenan como las de una fanática sino como las de una estudiosa y razonadora profunda del cristianismo.
La gravedad y la gracia de Simone
Nacida en París, el 3 de febrero de 1909, Simone Adolphine Weil se caracterizó, como su hermano, el matemático André Weil (de los más brillantes del siglo XX) por su genio precoz, si bien asegura sentirse muy inferior a él. J.M. Perrin, compilador de sus últimas cartas y ensayos, publicados bajo el título de A la espera de Dios, afirma que desde los cinco años se caracterizó por su compasión por los desdichados al negarse a tomar un solo terrón de azúcar para hacérselo llegar a los franceses que sufrían en el frente de guerra. El escritor francés Gustave Thibon (1903-2001), receptor original de los gruesos cuadernos de Simone, quien recomendada por el antedicho Perrin trabajaría como criada en su casa, dice: “No pudiendo exponerse […] a los peligros que pesaban entonces sobre los franceses, quiso al menos compartir sus privaciones y se obligó rigurosamente a no consumir más que la cantidad de alimentos acordada en Francia por las tarjetas de racionamiento.”
Podrá sonar muy exagerado, ideal para una hagiografía, pero perfila el que será el sino fatal de Simone, una santa que no aspiraba al Cielo ni a la Gloria sino a reformar la condición humana que, por entonces, se manifestaba en toda su monstruosidad. Lejos de quedarse estancada en la fe, buscó incesantemente respuestas a sus dudas tanto a través de la literatura como de la ciencia. Las encontró en su lectura, ésta sí fanática, de los clásicos griegos. Son éstos quienes la llevan a descifrar el terrible mundo entre guerras en que le tocó vivir, por completo despojado de la noción de kharma, según se le conoce en Oriente, no otra cosa que moderación, geometría de la virtud… totalmente alejados de los griegos, sus coetáneos, y nunca menos parecidos a los romanos quienes, a decir de Simone, experimentaban tal odio a los extranjeros, a los enemigos, a los vencidos y a los súbditos, que nunca fueron capaces de experimentar empatía hacia ellos, razón por la que “no tuvieron ni epopeyas ni tragedias”. Por otra parte, “los hebreos veían en la desgracia el signo de pecado y por ende un legítimo motivo de desprecio […] Por eso ningún texto del Antiguo Testamento tiene un tono parecido al de la epopeya griega […] Romanos y hebreos han sido admirados, leídos, imitados en actos y palabras, citados siempre que hubo necesidad de justificar un crimen, durante veinte siglos de cristianismo.”
Weil fue la segunda estudiante más destacada de la Ecole Normale Superiore. La primera, casualmente, era otra Simone: De Beauvoir. Llegaron a coincidir, según lo destaca la propia Simone de Beauvoir en Memorias de una joven formal, pero la amistad nunca fructificó. Escribe De Beauvoir: “Deambulaba por los corredores de La Sorbona, escoltada por un grupo de exalumnos de Alain […] Una hambruna acababa de asolar a China y me habían contado que, al enterarse de esta noticia, ella se había echado a llorar: esas lágrimas forzaron mi respeto aún más que sus dotes filosóficas.” Del aspecto de Weil, menciona De Beauvoir que rara vez se lavaba los dientes, que su cabellera cobriza parecía impeinable y era ligeramente bizca, aunque hay quienes afirman que se esforzaba en ser fea para no llamar la atención por nada que no fuera lo que tenía que decir. A los dieciséis años, cuando recibió su primer beso, Simone Weil decidió que no era experiencia digna de repetirse. Apasionada de la doctrina marxista, se le expulsa del liceo donde comienza su carrera docente encabezando un mitin de obreros desempleados: “Señor Inspector –le dirá a un inspector general que la amenazó con graves sanciones si continuaba participando en mítines revolucionarios–, siempre he considerado la cesantía como la coronación normal de mi carrera.”
A los veinticinco años terminará como operaria manual en diversas fábricas como la Renault, no sólo por solidaridad con el gremio obrero sino para meterse en la carne de los explotados y comprenderlos mejor. Esta experiencia, narrada en La condition ouvrière –“Allí recibí para siempre la marca de la esclavitud”–, la afecta profundamente, tanto anímica como físicamente, y sus padres la llevan a la fuerza a Portugal para que se recupere de una sinusitis. Será ahí donde, tras presenciar una procesión católica popular a la orilla del mar, será tomada por Cristo, “no implícita sino conscientemente”. Era el año de 1937. Cuatro años más tarde se emplearía como obrera agrícola, plenamente convencida de que no debe separarse el trabajo manual del intelectual. Hacer creer lo contrario, afirma, ha servido para ejercer dominio sobre los trabajadores. No es gratuito que se haya impuesto acercar los clásicos griegos a la gente del pueblo. Gustave Thibón, su “patrón”, que nunca se tomó en serio que la brillante muchacha fuera su criada, entre otras cosas por su admirable capacidad para involucrarse en apasionados debates teológicos, comenta en el prólogo a La gravedad y la gracia: “casi no había espíritu que ella no juzgara capaz de recibir sus enseñanzas más altas. Recuerdo a una joven obrera lorenesa en quien había creído adivinar una vocación intelectual y a la cual empapaba de espléndidos comentarios de las Upanishads. La pobre chica se aburría mortalmente, pero callaba por timidez y cortesía…” Tras varias experiencias de humillación y servidumbre, Simone se abalanzaría en azarosas aventuras de las que salió milagrosamente ilesa, como su alistamiento en el Ejército Rojo en plena España franquista, negándose, eso sí, a enarbolar más armas que libros, cucharas para alimentar a los soldados discapacitados y remedios para aliviarlos. Dada su fragilidad psíquica y su reconocida disposición natural a dejarse influir, no sería descabellado suponer que se convirtió por impacto visual al cristianismo, aunque en realidad, y como nos lo hace ver José Joaquín Blanco en el prólogo mexicano de La gravedad y la gracia, jamás se congració ni con la piedad caricaturizada ni con la superstición del catolicismo. Pero fue esta “conversión crítica”, por llamarla de algún modo, la que hizo de ella una artista. Con la misma pasión con la estudió a Marx y a Trotsky, con quien mantuvo una apasionada discusión sobre doctrina marxista, estudió a Cristo. Lejos de ser antagónicas, como demuestra fehacientemente, ambas doctrinas pueden ser complementarias. Esa erudición, sin embargo, la volvió renuente a aceptar los sacramentos de la Iglesia Católica: “Tras la caída del Imperio romano, de carácter totalitario, fue la Iglesia la primera en establecer en Europa, en el siglo XIII, tras la guerra contra los albagineses, un esbozo del totalitarismo.”
Vivir en la ciudad del alma
Para Simone, el ejercicio de la fe debe ser algo tan íntimo y personal como la escritura. Sólo en la más absoluta intimidad es posible convertirse, volcarse hacia esa ciudad que es el alma y que exige una ruptura radical con el cuerpo. Estos preceptos que nosotros identificaríamos como cristianos, Simone los tomó de sus lecturas platónicas. Platón, desde su punto de vista, es piedra de toque para la elaboración de la doctrina cristiana: él intuyó la venida de un Mesías antes que cualquier otro visionario pues los filósofos, a decir del propio Platón, eran, a la ciudad del alma, representantes de la verdad sobrenatural que no cualquiera es capaz de mirar y mucho menos de entender.
Discípula favorita de Alain (Émile Chartier), empezó a publicar sus primeros ensayos literarios y algunos poemas bajo el seudónimo masculino de Emile Novis. Se dejó encarcelar, acusada de gaullismo, porque deseaba consolar a los presos, en especial a las prostitutas. Posteriormente viajó a Estados Unidos donde exploró Harlem, asistiendo a una iglesia baptista donde era la única blanca, para entablar amistad con muchachas negras que la invitaron a sus casas. Cada uno de sus intentos de acercamiento a “los otros” tuvo buena recepción. Su amor al prójimo –“para quien verdaderamente ama, la compasión es un tormento”– la orillaría a actos cada vez más extremos como el que la llevaría a morir el 24 de agosto de 1943, apenas a los treinta y cuatro años de edad. Oficialmente murió de anorexia (otras versiones, las menos, señalan que de tuberculosis. Su cuerpo era para ella lo menos importante, lo menos necesario. Entre más inmaterial, mejor. Para Simone Weil, artista del hambre, parafraseando a Kafka, el universo era el Poema de Dios y se empeñó en poner su grano de arena a tanta maravilla. Imposible afirmar que murió en olor de santidad: las rosas no formaban parte de su entorno.