Embajador ante la Unesco al fin de su sexenio, Luis Echeverría se instaló en la avenida Breteuil, cerca de los Inválidos, donde se hallan los restos de Napoleón. Alrededor suyo flotaba un ambiente de miedo que se iba extendiendo en círculos cada vez más amplios. El ex inspiraba temor a quienes trabajaban con él, a periodistas de paso, a miembros de su familia. ¿De dónde venía esa sensación de angustia que transmitía a quien se le acercaba, sino de él?
Movida por la curiosidad de saber qué podía pensar un hombre de poder, buscando qué había tras la máscara inmutable de su rostro, me acostumbré a visitarlo durante sus estancias en París.
Si, durante los primeros tiempos, reía de buena gana al escucharlo hablar, por ejemplo de sus dudas sobre la virginidad de la Virgen, con una lógica tan particular que me era incomprensible, poco a poco también comencé a sentir miedo. Un temor fascinante que me magnetizaba sin poder alejarme. Como si me viera aspirada por el hoyo negro de una estrella muerta.
En ocasiones, me pedía que releyera sus discursos. Para una de sus intervenciones en la Unesco, me solicitó que le escribiera un texto sobre la corrupción, diciéndome que me instalara en la parte del piso que le servía de residencia. Debe haberlo olvidado, pues yo estaba en el baño cuando él vino a telefonear desde ahí. Escuché algunas de sus frases sin querer. Me pregunté si no debía salir de inmediato del baño y hacerle ver que yo estaba ahí y podía escuchar su conversación telefónica. Demasiado tarde, había oído demasiado. La violencia de sus palabras, el tono y la fuerza con que articuló dos o tres insultos injuriosos dirigidos a su interlocutor me decidieron a quedarme callada y salir del baño sólo cuando él se fuera. Con tal de que no se le ocurriera ir al baño… Comprendí que hablaba con su sucesor, José López Portillo. Era tajante: “¿Por qué? Porque yo lo digo,” ordenó cortante, como si se dirigiera a una persona a su servicio, a un criado. Sentí el miedo atenazarme. Traté de no respirar, no fuera a descubrir que había escuchado.
En otra ocasión, cerca de medianoche, no quedábamos más que él y yo en su piso de la avenida Breteuil. Militares y secretarias se habían despedido, la antesala de sus oficinas estaba desierta. A solas con Echeverría, en el comedor, me hacía de vez en cuando confidencias, los párpados bajados tras sus anteojos. Miraba más hacia sus adentros que hacia mí. Sus silencios me daban la oportunidad de hacerle preguntas.
Después de un largo silencio, preguntándome si Echeverría no dormía con los ojos entrecerrados tras los anteojos, no pude resistir a hacerle la pregunta que me quemaba los labios: ¿Quién dio la orden de la matanza del 2 de octubre?
Se puso de pie de un salto y se echó a caminar de un lado a otro del comedor sin mirarme. Sentí pavor, volví los ojos buscando con qué defenderme, un objeto cualquiera, mirando el grosor de sus puños. De pronto, se acercó a la mesa de madera cuya tabla horizontal tenía un espesor de unos 15 centímetros y dio en ella un puñetazo que la hizo cimbrar. Quedé paralizada de susto.
“¿Sentiste miedo? Así viví 12 años bajo las órdenes de Díaz Ordaz, seis como subsecretario y seis como secretario de Gobernación, donde era mi jefe.”
Más tarde, en la madrugada, durante una corta caminata por la avenida Breteuil, pensé que Echeverría me entregó la clave del miedo que inspiraba: aprendió a inculcar el miedo sintiendo miedo. Grabé entonces sus palabras en el fondo de mi memoria. Miré hacia el edificio de los Inválidos, donde se encuentran los restos de Napoleón y sonreí al pensar que ese hombre, capaz de infundir tanto miedo a su alrededor, era el mismo que imitaba el gesto del emperador, con su brazo sobre el tórax, al mirar hacia ese monumento. No pude dejar de recordar, entonces, las escenas estendhalianas donde los personajes remedan los gestos de Luis XIV o de Napoleón, soñándose con ellos al mirarse en el espejo.