Kassel. Una ruptura con el arte occidental y sus valores distingue la 15 edición de Documenta, la muestra de arte contemporáneo más famosa del mundo junto con la bienal de Venecia, aunque renuente al mercado y al poder. Es una muestra asombrosamente radical, que ha sido descrita maliciosamente como una exposición de no arte. El llamado museo de los 100 días, por su tiempo de duración, se lleva a cabo cada lustro. Este año concluirá el 25 de septiembre.
Desde su fundación en 1955, la peculiaridad de la Documenta ha sido anticipar las tendencias del arte y registrar visualmente los cambios políticos y sociales de su tiempo. La curaduría vanguardista es lo que ha atraído desde siempre a miles de visitantes, con un incremento de popularidad creciente que ha rozado, en las últimas ediciones, un millón de visitantes. Su ubicación periférica en el centro de Alemania ha favorecido esa libertad que la caracteriza.
En 2019 una comisión internacional de expertos asignó la dirección artística de la Documenta 15 al colectivo de Jakarta ruangrupa, que centró el principio de la muestra en el concepto del lumbung indonesio: el almacén de arroz presente en las zonas rurales, donde la comunidad reúne los excedentes de su cosecha para nutrir a quienes carecen de comida.
La solidaridad es este esquema, que pone al artista no como un creador de objetos, sino su trabajo dedicado a las necesidades de su comunidad, determinó la elección de 14 colectivos que trabajan en movimientos políticos o sociales, provenientes de países dispares como Bangladesh, Mali, Cuba, Colombia, Palestina, Indonesia, Nueva Zelanda y otros de Europa. Posteriormente se añadieron 53 colectivos más para sumar mil 500 artistas, la gran mayoría llegaron del Sur global. La carencia de infraestructura en los lugares de origen de estos artistas los obligó a trabajar con pocos recursos, pero libres de complacer al poder.
Los majelises (congregación, en árabe) fue la modalidad de funcionamiento entre los colectivos en la discusión de ideas y toma de decisiones. Contadas son las obras hechas para la muestra de sitio específico.
La gran diferencia respecto a las bienales tradicionales está en el desmantelamiento del concepto de obra como producto material y del artista como estrella, lo que desmorona al sistema del arte que lo sostiene. Faltan los enormes corredores tapizados de obras de arte. La vista y la mente son insustanciales, se requiere escuchar, hablar y sentir; ante todo, cuenta el oído, la boca, el tacto y, en particular, el corazón.
Abundan los archivos, de entre los que resaltan los “Archivos negros”, una preciada documentación de los movimientos de emancipación negra en Holanda contra el racismo. También se pueden conocer los registros de los movimientos feministas de Argelia desde su independencia en 1962.
Sada es un documental de varios casos en Irak que muestran las enormes dificultades que supone para los artistas trabajar en ese país. Un video muestra la tradición musical Rojava en Kurdistán. Un colectivo inglés (Hastings) está formado por artistas discapacitados que trabaja por la inclusión. Otro, recupera la memoria de los artistas censurados por el régimen cubano desde 1959.
Un espacio amplio está dedicado a la comunidad gitana, de las más afectadas por el racismo y el colonialismo; la calidad de sus obras de arte como cuadros y tapices permiten romper estereotipos sobre esta comunidad. También se otorga una gran importancia a la pedagogía, por ejemplo, con el material de la Facultad de Bellas Artes de Baroda (India), que ha recuperado las pinturas tradicionales en el piso y en la creación de stencils. Además, es posible entrar en un minimarket de Bangladesh con productos de cerámica transformados genéticamente.
El copioso programa de debates y encuentros, que son parte de la naturaleza de la Documenta, se ha multiplicado con un calendario que reúne hasta 30 actividades en un solo día, muchas de ellas arraigadas en el territorio. Aunado a las frecuentes conversaciones públicas con los colectivos, se puede escuchar poesía, asistir a una plática sobre cómo realizar una película barata, al programa de 20 filmes subversivos sobre la revolución palestina que fueron confiscados por Israel en los años 80 en Líbano, restaurados y almacenados en Tokyo para su protección, o participar en un karaoke, ir a una fiesta, asistir a un picnic vietnamita…
Tiempo para la recreación
A pesar de la consabida enormidad de esta cita, no se termina exhausto, las obras “serias” pueden alternarse con actividades recreativas como tomar un té, realizar una marioneta, jugar en una rampa de skateboard, tomarse un coctel en un bar en el estacionamiento de un centro comercial, desde donde se goza de una vista espectacular de la ciudad. Los niños pueden tomar prestado un yiaca –el morral argentino usado por la comunidad wichi para recolectar fruta– para llevárselo al parque, pedir prestados libros y juguetes que serán devueltos para que regresen a la comunidad que los proporcionó.
La muestra tiene muchas pausas y los videos pueden verse tumbados en los cojines en el piso o en las abundantes sillas disponibles. Las pinturas o instalaciones son reducidas y la relación con la obra es participativa. Existen también salas del silencio, donde uno puede descansar y decantar las experiencias.
La muestra se disemina en 32 edificios, bien sea en el centro a partir del Museo Fridericianum –el espacio símbolo de la Documenta desde su primera edición– o en otros museos, pero la novedad es la atención que han puesto a los espacios de la periferia de la ciudad, ubicados en edificios abandonados, como una piscina pública y una fábrica de motores. “En Europa –se lee en el catálogo– dominan las ideas centristas sobre el conocimiento, la historia y el arte, mismas que quisiéramos descentrar”.
La Documenta guarda la delicia del idealismo y de lo espontáneo. No hay postureo, pero tampoco buenísimo, es por el contrario una muestra profundamente política y contestataria. Otorga voz a los oprimidos, a los pobres, a los perseguidos, a los discapacitados, a los indígenas y a la ecología. El arte está en la poesía con que viene traducido, en su delicadeza, en la capacidad de generar estupor en el observador. Demuestra la fuerza del arte, de utilizar la práctica social como potente arma de transformación de la realidad.
El readymade del activista aborigen australiano Richard Bell, titulado Arte occidental (2020–2022), en una crítica corrosiva de cómo los pobres ven el Occidente rico, se instaló junto a los baños en un sótano, como una maligna caricaturización del urinario de Duchamp y los globos de Jeff Koons.
El gran desafío para el colectivo ruangrupa, según el catálogo, no es la preocupación por el éxito de la muestra, sino si tendrá la fuerza suficiente para voltear los parámetros del arte occidental.