Hay luto en la Sierra Tarahumara. Dolor y miedo. Sed de justicia y anhelo de paz. El asesinato de los sacerdotes jesuitas Javier Campos Morales y Joaquín Mora Salazar, y del guía de turistas Pedro Palma, en la comunidad de Cerocahui, a manos de un narcotraficante perteneciente al grupo de los Salazar, cimbró la región.
Miroslava Breach narró como nadie la situación que se vive allí desde hace años. En ello le fue la vida. Antes de ser asesinada por sicarios de la misma banda de los Salazar, hizo una radiografía estremecedora: “Abandonados por los tres niveles de gobierno durante décadas, los pueblos serranos sufren el azote del narco, la violencia, drogadicción, deterioro acelerado del ambiente y, para colmo, el afianzamiento de nuevos cacicazgos políticos y económicos con el apoyo del crimen organizado, sin que nadie se interese en ello” (https://bit.ly/3NGuPpd).
La situación de la Tarahumara salta a la prensa nacional cada diciembre, cuando el hambre y el frío se ensañan con los rarámuris. O en los momentos en que relámpagos de la violencia cobran vidas de dirigentes comunitarios que defienden sus bosques y sus tierras. O cuando el racismo y los prejuicios asaltan las líneas ágatas de cierta prensa, como el 22 de junio de 2009, en la sección Sociedad y Cultura, de El Heraldo de Chihuahua, con el artículo firmado por la Redacción, titulado: “Tarahumaras eran caníbales”.
No es exageración. Ricardo Robles, también jesuita, que caminó y vivió en aquellas tierras hasta hacerse también rarárumi, publicó en La Jornada ese 2009, pocos meses antes de morir: “Recuerdo un relato que escuché cuando llegué a la Tarahumara hace 45 años, en el que los malvados indios robaban a los niños blancos y los mataban para comérselos. No se sabía de algún caso concreto para probar aquello, simplemente eran así los indios. Aquello justificaba lazar indígenas para violarlas, la usura de préstamos en especie, comprar una tierra por un kilo de sal y tantos otros abusos que aún se usaban”.
Concluía: “Regresando a lo de los caníbales, hay que preguntarnos quiénes resultan serlo hoy, el turismo o los invadidos, las mineras o los envenenados, las represas o los desalojados, las guarderías o los niños, los partidos o los ciudadanos, el narco o sus cautivos, las policías o los contestatarios, el Ejército o los muertos, los gobiernos o los de abajo... y en fin, la avaricia o los depauperados” (https://bit.ly/3ydyyVI). Él llamaba a lo que vivían los indígenas en esos territorios (y en todo el país) “etnocidio calculado”.
La decisión de El Ronco Robles de nombrar el horror innombrable que los pueblos originarios de esas tierras han vivido no fue labor solitaria. Fue parte de una sinfonía coral interpretada por sus hermanos de congregación. Eran tantas y tan grandes las violaciones a los derechos humanos cometidas por el Ejército que, en 1988, a iniciativa del obispo José Llaguno, se fundó, para enfrentarlas, la Comisión de Solidaridad y Defensa de los Derechos Humanos de Chihuahua (Cosydhac). Tenía como antecedente el Comité Parroquial de Derechos Humanos de Baborigame, en el municipio de Guadalupe y Calvo.
A mediados de enero de 1977, escribe el investigador Luis Astorga, dio inicio oficialmente “la más gigantesca batida contra el tráfico de drogas que se haya realizado en México, con la participación de 10 mil soldados”. La medida se denominó Operación Cóndor. Después seguiría la Fuerza de Tarea Marte. Ambas avanzaron cometiendo todo tipo de barbaridades.
En diciembre del 2008, la Red Todos los Derechos para Todas y Todos le otorgó al jesuita Javier Ávila un reconocimiento por su trabajo en Cosydhac. Un quehacer que puso (pone) en riesgo su integridad y su vida, al punto de que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos dictó medidas cautelares para protegerlo. En la ceremonia, él recordó esos días aciagos, en los que el estado (y el país) era gobernado por priístas y panistas.
“Comenzaron –dijo en la ceremonia– a pasar por la historia y la memoria escenas en Tarahumara, en las comunidades indígenas, con torturas y desastres: un indígena arrastrado por el Ejército hasta arrancarle el cuero cabelludo, otro indígena con el brazo roto por la Fuerza de Tarea Marte –antinarcóticos–. Esteban Rodríguez golpeado por un militar hasta casi reventarle un ojo, gente golpeada a culatazos, patadas, mujeres acosadas sexualmente, robo de ganado, redadas indiscriminadas, quizá urgidos de presentar resultados de sus operativos o lograr ascensos militares. Tantos riesgos que laicas, laicos, religiosas y sacerdotes tuvimos que afrontar cuando se fueron presentando las denuncias por las dictaduras militares que vivimos en esos años… Nos decidimos a tiempo, sin invertir en muchas consideraciones ni falsas ‘prudencias’ e interpusimos una demanda en contra del Ejército Mexicano.”
Al caer la negra noche de la guerra contra las drogas de Felipe Calderón, que convirtió a Chihuahua y a Ciudad Juárez en el epicentro del dolor nacional, Ricardo Robles denunció, también en estas páginas: “Desde el inicio del sexenio actual, la militarización propagandeada, con ocasión o sin ella, hizo temer lo peor. Venían tiempos autoritarios de un gobierno que iniciaba su ejercicio con debilidad congénita y sin clara aceptación general. Desde entonces se han ido confirmando los temores; más aún, al parecer se va perfilando tal manera de gobernar”.
Desde hace décadas, sin importar qué partido gobierne, la voz de los jesuitas de la Tarahumara ha señalado, claro y fuerte, como lo hizo Miroslava Breach, el expolio, la discriminación y las vejaciones que sufren los rarámuris por parte de caciques, empresarios, políticos y narcos. Ahora, su luto ha estado acompañado de llamados al diálogo. Vale la pena escuchar lo que tienen que decir.
Twitter: @lhan55