En tiempos de confusiones, omisiones, dislocaciones y desazones, resulta buena conseja regresar a lo básico. Los mercados nerviosos, los ánimos desbordados y los actores políticos peleando con sus propios reflejos y persiguiendo sombras, no anuncian puerto visible, menos seguro.
Desde la crisis global de 2008, ciertamente agravada por los fenómenos recientes como la emergencia sanitaria de la pandemia, la desigualdad y disparidad de políticas aplicadas, el rompimiento de cadenas productivas, la galopante inflación y la guerra declarada, el mundo, nosotros con él, viene presentando una combinación peculiar, por así decir, de confusiones y difusiones.
De vez en vez los dirigentes políticos y las élites económicas y financieras han sido capaces de parar su andar para revisar el rumbo. Ha sido el caso de grandes crisis, como ocurrió en los años de la Gran Depresión de la década de los 30 del siglo pasado.
En esos momentos, los dirigentes fueron capaces de construir grandes acuerdos, fue algo así como una toma de conciencia, no sólo de la gravedad del momento, sino de la interdependencia común. De ahí las nuevas reglas para gobernar y operar los mercados y, en los hechos, las economías en su conjunto.
Irremediablemente, lo que en el fondo les quitaba el sueño a las élites y coaliciones conservadoras fue puesto sobre la mesa y sometido a radicales revisiones. El papel de los Estados en la operación de la economía fue modificado sustancialmente y una nueva época, presionada además por la Segunda Guerra, emergió de las tinieblas depresivas y las querencias autoritarias y dictatoriales.
México buscaba, en gran medida a tientas, un reacomodo y un perfil nuevos, en concordancia con los mandatos de su nueva Constitución y los legados de una revolución y una guerra civil sangrienta y destructiva. Había que reconstruir, país y Estado, sin prisa, pero sin pausa.
En este sentido, ahora podríamos diseñar cinco fases para arrancar nuestro camino, enderezar la nave nacional y retomar un nuevo curso de desarrollo.
Una primera fase tiene que ver con un acuerdo común, un piso básico de entendimiento de cómo estamos y por dónde queremos ir: asumamos que la mejor política social es una buena política económica. Que es indispensable una economía política comprometida explícitamente con el crecimiento alto y sostenido de la economía y el empleo y la creación de los mecanismos institucionales mínimos necesarios para redistribuir.
Segunda fase: la pobreza se abate y supera con el crecimiento y el empleo, mientras que la redistribución se logra con poderes compensatorios efectivos y comprometidos con el cambio en la pauta distributiva en favor del trabajo. Para bien redistribuir, la protección social debe ser para todos.
Tercera: no hay capacidad de crecimiento y redistribución en una economía globalizada sin acuerdos sustanciales entre capital y trabajo y una creíble interlocución del Estado como árbitro, promotor y monitor, de estos convenios.
Cuarta: no existe crecimiento alto y sostenido sin inversión sostenida; no habrá la inversión necesaria para crecer sin inversión pública que haga las veces de complemento y “empuje” de la privada; que pueda contribuir a abrir nuevos espacios de acumulación, producción y ganancia.
Y quinta: en el capitalismo “realmente existente”, el fisco sigue siendo la mejor institución redistributiva. De aquí el papel inevadible de un Estado comprometido con la redistribución del ingreso y la riqueza. Expresamente comprometido con la justicia social y con los valores de un régimen de gobierno y de Estado democráticos.
Un Estado desarrollista que culmine estos caminares sería la coronación de una misión transformadora como la esbozada. La continuidad o la alternancia lograda por la coalición tendrían que abocarse a asumir esta problemática; como eso, como problema a sortear. Y dejar de jugar a los volados. Ya reformaron por la vía de los hechos la ley electoral y estamos en plena campaña por la sucesión presidencial. Normalicemos nuestros excesos y allanemos el rumbo para unas elecciones pacíficas y ordenadas.