La excepcional cantante, humorista y vedete musical, Juana Bacallao, es todo un personaje de leyenda en Cuba, quizá el último de una generación ya perdida. Con sus atuendos extravagantes, y su manera de ser y de cantar irreverente, ha permanecido más de siete décadas en el ánimo de los cubanos y del público foráneo conocedor de su arte.
A ella se le guarda cierta reverencia porque ha traspasado la prueba de los tiempos, desde aquellos días rutilantes de la farándula de la década de los cincuenta, cuando brillaba en las tablas de los mejores escenarios hasta ahora que disfruta su historia, misma que nos ha compartido en varias ocasiones enque la hemos entrevistado.
Nunca ha negado su cuna humilde ni su herencia africana. Nos ha dicho que desde niña luchó contra el racismo y la pobreza pero que siempre ha tenido su aché (fortuna). Ese aché que traen los artistas que trascienden cueste lo que cueste.
“Conozco la vida, la pobreza y la riqueza. Nada me asusta”, nos dijo la primera vez que platicamos con ella en su casa habanera. “Te aseguro que yo llegué al arte comiendo candela. Yo me propuse imponerme en las grandes ligas de la música cubana y cuando uno se decide en el arte a tener un puesto bajo el sol, no hay quien lo pueda evitar”.
Nació el 26 de mayo de 1925 en La Habana, justamente en el momento en que el son está de moda con el boom de los septetos y en la ciudad se escuchan tambores por todas partes: congas de carnaval y rumbas de solares marginales como un soundtrack en su vida infantil.
“Desde niña, a los cinco años cantaba en la escuela y actividades de carnaval. El cantar lo traía de espíritu. Cantaba a todas horas y en cualquier lugar. Cuando Obdulio Morales me escuchó por primera vez se quedó impresionado por mi forma de cantar. No sabía nada de música ni de técnicas vocales, lo mío era soltar la voz a lo natural. La obra para la que me invitó Obdulio fue El milagro de Ochún, una suite afrocubana. En el ensayo me encontré con artistas consagrados como Candita Batista, Celeste Mendoza y Miguelito Valdés. Fue una prueba de fuego que no resultó nada fácil, la pasé y de pronto ya estaba abriéndome camino en el trabajo escénico”
Nos contaba Juana que ella deseaba ser una chansonnier, como María Luisa Landín. “Pero Obdulio, que era un músico muy experimentado, me hizo comprender que tenía que ser yo, con mi propia personalidad, mi autenticidad”.
Así, creció en el mundo del espectáculo nocturno, apoyándose en su verdad, su carisma, su sentido del humor y su interacción con el público. En sus presentaciones, abordó la línea de baile, la mímica y la parodia musical. Muchos la tomaron por extravagante y loca pero ella hizo caso omiso a las críticas y continuó. Muy pronto se convirtió en la estrella de la noche. Trabajó en los cabarets Sans-Souci, Copa Room, Parisién, Salón Rojo, Caribe, Ali Bar, Palermo y Tropicana, siempre con un público dispuesto y cómplice que la aplaudía de pie con tan sólo entrar.
La oportunidad de salir de la isla llegó cuando se encontró con Marlon Brando. Resulta que el actor estadunidense había llegado a La Habana fascinado por las historias de fiesta y desenfreno en las “Fritas de Marianao”. Un “reventadero” muy especial de pequeños antros alineados sobre la playa donde se ofrecía comida y bebidas hasta altas horas de la madrugada y se escuchaban a los mejores soneros y rumberos de La Habana.
Actuando en el Tropi Rancho, junto a las Mulatas de Fuego, fue que Brando la escuchó y le gustó tanto que la invitó a ir a Las Vegas, Nevada, a presentarse junto con su amigo timbalero El Chorien un show “muy cubano”. El Chori no fue por temor a los aviones, así que Juana viajó con el pianista Facundo Rivero. Su presencia en Las Vegas fue todo un éxito. Allí estableció contactos con empresarios y artistas como El Gordo y El Flaco, lo que propició regresara en otras ocasiones a la Unión Americana.
En una de esas, Elizabeth Hanlet, de la revista Latin American Literature and Arts Review, de Nueva York, la escuchó en un teatro de Brooklyn quedando gratamente impresionada, por lo que escribió en su crítica: “Su voz es gruesa, pegajosa, con firmeza; le da a su actuación un movimiento furioso al desdoblarse en la escena como una sacerdotisa cubana que nos pone en la palma de la mano absorbiéndolo todo”.
Ya, en el punto alto de su carrera compartió escena con la crema y nata del ámbito internacional. Se hizo amiga de Nat King Cole, Tina Turner y Michal Jackson, y llegó a actuar en lugares exclusivos como la Opéra-Comique de París y en la ONU junto a Omara Portuondo y Argelia Fragoso. Raffaella Carrá la llevó a Italia y la Casa Real de Mónaco la invitó al principado. Tiene una figura en el Museo de Cera de Hollywood y es “hija adoptiva” de Venezuela, México y República Dominicana, donde una calle de la capital lleva su nombre.