La última vez que en México una turba de individuos armados cercó la sede del Legislativo fue hace más de un siglo, en febrero de 1913, en el contexto de la Decena Trágica. En Estados Unidos un suceso de esas características ocurrió apenas hace año y medio, en febrero de 2021. Aunque las hordas trumpianas no tuvieron el éxito que sí logró en su momento Victoriano Huerta –quien, por cierto, fue alentado por el embajador estadunidense Henry Lane Wilson para que cometiera la traición infame al presidente Madero–, es innegable que pusieron de manifiesto la debilidad institucional que sufre la mayor potencia militar del mundo. En lugar de forjar un consenso nacional en torno a un “nunca más” a esas modalidades golpistas, el país vecino se ha ido adentrando en la incertidumbre y el temor, y el irrespeto de las derechas y ultraderechas a la legalidad constitucional se ha convertido en una espada de Damocles que pende sobre el muy frágil establishment electoral.
Joe Biden carece de un proyecto nacional viable, entendiendo por viable aquel que tuviera un mínimo margen de aprobación en el Capitolio. En consecuencia, las principales promesas sociales del mandatario demócrata han quedado congeladas y carece de herramientas para salir de la crisis económica, mientras que el ultraconservadurismo instalado en la Suprema Corte de Justicia avanza en la demolición de derechos, garantías y libertades. Por ejemplo, la semana pasada ese máximo tribunal acabó en 24 horas con los tímidos y risibles controles que los gobiernos estatales podían establecer sobre el comercio de armas de fuego y borró de un plumazo la garantía de respeto al derecho de las mujeres a interrumpir un embarazo.
El único respaldo del que Biden puede presumir es el que le otorgan los republicanos y los demócratas de derecha para emprender una política exterior cada vez más belicista y agresiva, de la que hizo gala en la reunión de Madrid de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), en la que Washington y sus aliados europeos volvieron a colocar la mundo en las lógicas de la guerra fría.
No es novedad el hecho de que, entre las naciones industrializadas, Estados Unidos es la que tiene más armas de fuego por habitante y el mayor número de homicidios y suicidios con esos artefactos. Tampoco es dato nuevo el que las exportaciones descontroladas de tales armas representa uno de los principales factores de violencia e inseguridad en México. Y resulta paradójico que políticos, centros de pensamiento y medios informativos del país vecino se rasguen las vestiduras ante homicidios que ocurren en nuestro territorio, pero que son perpetrados con armamento procedente de fábricas y tiendas estadunidenses. O que Washington se escandalice por el narcotráfico y el tráfico de personas cuando ambos negocios ilícitos tienen como destino los mercados del propio Estados Unidos, y cuando las ganancias de los dos se lavan principal y mayoritariamente en el sistema financiero de la superpotencia.
Esta semana, 57 migrantes latinoamericanos murieron en dos episodios trágicos íntegramente gestados en territorio estadunidense: el del tráiler abandonado bajo el sol de Texas en el que se asfixiaron 53 mexicanos, hondureños, guatemaltecos y salvadoreños, y el del vehículo que se accidentó en el contexto de una persecución de la Patrulla Fronteriza, en el que perdieron la vida otros cuatro. Sea por la acción de los contrabandistas de personas –en las que es insoslayable la complicidad corrupta de autoridades de la nación vecina–, la brutalidad policial, el racismo estructural del Poder Judicial, el poder de cooptación de las organizaciones ilegales, el acecho de las adicciones o el enconado racismo de grandes sectores de la sociedad, Estados Unidos es un sitio muy peligroso para los migrantes.
Lo que parecía propio de un guion de ciencia ficción comienza a acercarse a la realidad: de generalizarse la portación de armas, cabe preguntarse en qué momento los ciudadanos estadunidenses comenzarán a acudir a México, escapando de la inseguridad en su propio país, o cuántas estadunidenses privadas del derecho a decidir vendrán al nuestro a practicarse un aborto.
En alguna ocasión, en una conferencia que impartió en una universidad de allá, alguien del público le preguntó a Ernesto Sábato si consideraba que América Latina podía aportar algo a Estados Unidos. El escritor argentino respondió:
–Bueno, si nos dejan, tal vez los podamos salvar.
En años recientes hemos visto cómo el presidente Andrés Manuel López Obrador ha buscado transmitir a la Casa Blanca claves para que la nación vecina logre salir de los desatinos de su propia clase gobernante, especialmente en materia migratoria y económica, y ha planteado con la integración continental un escenario en el que Estados Unidos podría remontar la tendencia de su desventaja comercial frente a China.
Ojalá que se dejen salvar, por su bien y por el nuestro, porque no es nada reconfortante vivir al lado de un vecino tan peligroso.
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