Presentamos un adelanto del nuevo libro biográfico del Rey del rock, titulado Ser Elvis, una vida solitaria, escrito por Ray Connolly y que Alianza Editorial puso en circulación recientemente.
“Señor Presidente, usted tiene que hacer su show y yo el mío.”
No sabía exactamente lo que pretendía hacer cuando se abrieron las puertas de Graceland para dejarle pasar y aceleró autopista 51 abajo. Ya lo había hecho antes, irse en coche después de una discusión, para volver a casa unas horas más tarde cuando se le había pasado el calentón. Pero esta vez, impulsado por las anfetas, frustrado por su matrimonio deshecho y furioso por la sensación de que ya no controlaba ni su propia casa ni su propio dinero, sólo quería huir.
En toda su vida, nunca había viajado solo, aparte de los ocasionales viajes a Tupelo de años atrás. Pero ahora se vio dirigiéndose al aeropuerto de Memphis, aparcando el coche y luego entrando para comprar un billete para un vuelo a Washington. Nunca antes había comprado su propio billete. Siempre había alguien con él, alguien que se encargaba de este tipo de cosas cotidianas. Había una chica que había conocido en Las Vegas llamada Joyce Bova. Tenía 25 años y le había dicho que trabajaba para el gobierno federal en Washington DC. A él le había gustado. Era una gemela como él, y también le había gustado su gemela. Podía hablar con ella. Decidió ir a buscarla.
Sentarse solo en el avión debió de ser extrañamente emocionante. Sabía que la gente le observaba, pero sonreía, no como papá y Priscilla en casa, que ahora debían de estarse preguntando dónde había ido y cuándo volvería. Todavía no estarían demasiado preocupados. ¿Pero qué harían cuando no volviera a casa? ¿Llamarían a la policía e informarían de su desaparición? ¿Saldría una orden de búsqueda de un hombre fugitivo de 35 años?
“Desaparecido: se parece mucho a Elvis Presley”
Debió de hacerle gracia la idea. Como le diría a los chicos después, estaba empezando a divertirse por sí mismo. Aquello se estaba convirtiendo en una aventura.
Al llegar al aeropuerto de Dulles en Washington, encontró una compañía de limusinas y alquiló una, que le llevó al hotel Washington, donde se registró. El problema era que había perdido el número de teléfono de Joyce Bova y no recordaba en qué oficina del gobierno trabajaba, así que mirar las guías telefónicas de Washington no le ayudó. Tras dejar de nuevo la habitación del hotel, regresó al aeropuerto y tomó un vuelo a Dallas, pero le dijeron que el avión no despegaría mientras llevara consigo un arma de fuego. Como no estaba dispuesto a entregar su arma, se bajó del avión, pero entonces el piloto intervino para calmar las cosas y le dejó volver a bordo, con su arma. Era Elvis. La gente hacía cosas así por él.
Si no podía ver a Joyce, esperaba poder encontrarse con la azafata de American Airlines a la que había estado viendo cuando llegara a Dallas. Pero tampoco tuvo suerte en eso. Le dijeron que estaba fuera de la ciudad en un vuelo. Poco a poco, sin embargo, se iba formando un plan de acción en su mente. Tras reservar un vuelo hacia Los Ángeles, antes de subirse al avión, se dirigió a una cabina telefónica y llamó a Jerry Schilling. Jerry, que había vivido en el sótano de Graceland durante un tiempo cuando formaba parte del séquito, ahora trabajaba en la Paramount en una sala de montaje. Al decirle a Jerry que llegaba a Los Ángeles alrededor de las dos de la madrugada, le pidió que telefoneara al habitual conductor de limusinas que usaba en Hollywood, un inglés al que llamaba Sir Gerald, y que se reunieran con él en el aeropuerto. Era importante, dijo, que Jerry no le dijera a nadie dónde estaba. La aventura se estaba convirtiendo en un relato de misterio.
Jerry, Sir Gerald y la limusina le estaban esperando cuando el avión aterrizó en Los Ángeles. Para entonces, sin embargo, a Elvis le había salido una erupción en el cuello como reacción a algunos antibióticos que había estado tomando, por lo que necesitaba que Jerry le buscara un médico. Y, como había estado conversando con un par de azafatas durante el vuelo, insistió en que luego las llevaran a casa. Casi amanecía cuando llegó a su casa de Beverly Hills, donde había un médico esperándole.
La tarde siguiente, después de algunas horas de sueño y de tomarse algo para impulsar su habitual comienzo tardío del día, iba viendo el plan con mayor claridad. Regresaría a Washington y Jerry iría con él. Llamaron al guardaespaldas Sonny West, que estaba en Graceland, y le dijeron que les dijera a Vernon y a Priscilla dónde estaba, y le ordenaron volar a Washington y reunirse allí con ellos.
Así que, vestido con un abrigo de terciopelo morado y una capa, sobre un traje de ante negro y una gran camisa de seda blanca con cuello, gafas de color ámbar, un enorme cinturón de oro, cadenas de oro alrededor del cuello y un bastón enjoyado con una cabeza de león en el puño, le llevaron al hotel Beverly Hills, donde cobró un cheque de 500 dólares. Después de eso, volvieron a llevarles a Jerry y a él de vuelta al aeropuerto donde abordaron el vuelo nocturno a Washington. Sólo cuando estaban en el aire, le reveló a Jerry el propósito del vuelo: quería una placa de la Oficina Federal de Narcóticos y Drogas Peligrosas para su colección. Tenía contactos en la oficina, dijo de forma significativa.
Fuera lo que fuera lo que pensara Jerry, no se lo dijo porque Elvis entabló conversación enseguida con un soldado que volvía a casa de permiso desde Vietnam. No hablaron mucho tiempo, pero sí lo suficiente como para que Elvis decidiera que el soldado y sus camaradas necesitaban más que él los 500 dólares en efectivo que acababa de recoger en el hotel Beverly Hills. Les vendría bien para comprar regalos de Navidad, e insistió en que Jerry repartiera el dinero.
Mientras seguía urdiendo todavía su plan, habían cruzado ya media Norteamérica cuando se le ocurrió su golpe maestro. Llamaría al presidente de los Estados Unidos en la Casa Blanca mientras estaba en Washington y haría que le ayudara a llevar a cabo su plan de obtener una placa de la Oficina de Narcóticos y Drogas Peligrosas. Sin duda, esa sería la forma más directa. Y, tras pedirle a la azafata papel y lápiz, le escribió una carta al presidente Nixon.
Carta a Nixon
Estimado Sr. Presidente: Primero, me gustaría presentarme. Soy Elvis Presley, le admiro y tengo un gran respeto por su oficina...
La cultura de las drogas, los elementos hippies, los universitarios del SDS (Students for a Democratic Society), los Panteras Negras, etcétera, no me consideran su enemigo o parte del –como ellos lo llaman– “establishment”. Yo lo llamo América y me encanta... Así que no deseo que me den un título o un cargo. Puedo y haré una mejor labor si me nombran agente federal independiente, y echaré una mano a mi manera, gracias a mi relación con gente de todas las edades... He hecho un estudio en profundidad sobre el abuso de las drogas y las técnicas comunistas de lavado de cerebro y estoy justo en el meollo del tema, donde más puedo ayudar y ayudaré.
Me alegra poder ayudar siempre que se mantenga como un asunto estrictamente privado... Me encantaría conocerle sólo para saludarle si no está demasiado ocupado. Atentamente, Elvis Presley.
P.S. Tengo un regalo personal para usted que me gustaría entregarle, si puede aceptarlo, o, si no, se lo guardaré hasta que pueda aceptarlo.
Luego, tras agregar todos sus números de teléfono, le pidió a Jerry que leyera la carta, la metió en un sobre, le puso las señas y la cerró, como si le hubiera escrito a un maestro de barrio o al alcalde de un pequeño pueblo.
El avión aterrizó en Washington alrededor de las 6:30 de la mañana y él y Jerry cogieron una limusina hasta la Casa Blanca, donde entregó su carta al asombrado guardia de la puerta y pidió que se la hicieran llegar al presidente lo antes posible. Luego, volvió a la limusina, fue al hotel Washington, se lavó y se afeitó y, tras dejar a Jerry en espera de que la oficina del Presidente le llamara, se dirigió al edificio de la Oficina de Narcóticos y Drogas Peligrosas para tratar de persuadir al director adjunto de que le diera una placa.
No se la dieron. Pero lo que sí le dieron al estupefacto Jerry mientras Elvis estaba fuera.. fue una llamada telefónica de la Casa Blanca. El presidente estaría encantado de ver a Presley en 30 minutos. La carta había funcionado.
A las 12:30 de ese mismo día, después de dejar a Jerry con Sonny West, que acababa de llegar de Memphis, en una sala exterior del ala oeste con los escoltas del Servicio Secreto del Presidente, Elvis fue conducido al Despacho Oval.
Tratando de hacer que se sintiera cómodo, el presidente Nixon sonrió y, mirando su atuendo y sus dedos incrustados de diamantes, dijo: “Te vistes un poco a lo loco, ¿no?” Un funcionario de la Casa Blanca, Egil Bud Krogh, miraba y tomaba notas.
Sin inmutarse por estar donde estaba, Elvis respondió tranquilamente: “Señor Presidente, usted tiene que hacer su show y yo el mío”. Los años manejando ruedas de prensa y charlando en el escenario entre canciones, por no mencionar la pastilla o dos que se había tomado para subir el ánimo, le aseguraban su habitual encanto campechano cuando lo necesitaba.
Explicó rápidamente su misión. El sueño americano le había dado la oportunidad de pasar de ser un niño pobre en Misisipi a convertirse en una estrella mundialmente famosa, y ahora le preocupaba que las mentes de la juventud estadunidense estuvieran siendo envenenadas por el “aspecto sucio y desaliñado y por la sugerente música de los Beatles” y por gente como los Smothers Brothers y Jane Fonda. Lo que quería hacer era dedicar su tiempo libre conociendo y aconsejando a los jóvenes, utilizando su estatus para ayudarles a cambiar sus costumbres y resolver sus problemas. Todo lo que necesitaba para lograr esto era que se le permitiera llevar la placa de un agente federal de narcóticos de pleno derecho. Y, tras sacar parte de su colección de placas de policía, las extendió sobre el escritorio del Despacho Oval del Presidente.
Desde su punto de vista, era una solicitud perfectamente razonable, y debió de asumir que también le había parecido una buena idea a Richard Nixon, porque, tras una rápida conversación con un asistente, el presidente ordenó que se le diera al “Sr. Presley” una placa de la Oficina de Narcóticos y Drogas Peligrosas.
Elvis estaba muy contento y, con lágrimas, rodeó al Presidente con el brazo. Iba a ser un agente federal. Pero no había terminado. Tenía fuera un par de asistentes, recordó. ¿Tendría el Presidente un par de minutos para reunirse con ellos?, preguntó. El Presidente dijo que sí, y Jerry y Sonny, completamente asombrados, fueron conducidos al Despacho Oval. Mientras Nixon les daba a Elvis y a cada uno de sus sonrientes escoltas unos gemelos con el sello presidencial, la surrealista cumbre quedó rápidamente inmortalizada por un fotógrafo de la Casa Blanca. Elvis tenía aún otra solicitud. “Señor, también tienen esposas”, dijo, señalando a sus muchachos; con lo cual Nixon revolvió obedientemente en el cajón de su escritorio y sacó un par de alfileres presidenciales para las cónyuges de los muchachos.
Había sido un encuentro totalmente inverosímil, loco, absurdo, pero triunfante, y, para rematar aquella tarde, Elvis finalmente se reunió con Joyce Bova, la chica de Washington que había esperado ver dos días antes. Cuando llegó a casa en Memphis, se pasó toda la Navidad hablando nada más que de su escapada a la Casa Blanca, con la disputa con Vernon y Priscilla que había desencadenado la aventura ya casi olvidada.