Al drama de los 52 migrantes muertos en un tráiler en su intento de vivir en Estados Unidos (de los cuales 27 eran mexicanos, los otros guatemaltecos, hondureños y otros sin identificar) se le da un tinte violento. Lo real es que no existen las políticas de amistad hacia los más necesitados. El mismo drama de los migrantes de Sur de Asia hacia las costas europeas que naufragan en lanchas para 10 personas en las que ubican a 100 y acaban en el fondo del mar. Los pobres en busca de los desperdicios de los ricos. Este periplo de los mexico centroamericanos y surasiáticos y norte de África lo enlazo a los apuntes de la filósofa española María Zambrano, quien vivió el exilio español y generó toda una filosofía sobre este drama al que suelo recurrir en este tipo de relaciones vida-muerte.
Para la filósofa y poeta española, en este caso el exiliado mexico centroamericano y del Caribe, es desgajado también del acontecer colectivo; es expulsado de la historia. Vive en los márgenes, embebido en un pasado que está estancado. En un pasado fijo y solidificado en un fragmento absoluto de la historia que parece no acaba nunca de pasar. Porque está obligado, ahí por donde va a rendir cuentas de lo sucedido en su país, está condenado a repasar su historia, a ir enumerando una y otra vez, como un largo rosario, los hechos que ha vivido para ver si puede encontrarles algún sentido.
Por ello, es un resto, un deshecho de una historia truncada. Está ahí embobado en su pasado, arrobado en su pasado, sin saber muy bien las razones de su permanencia en ese filo entre la vida y la muerte.
El exiliado, según Zambrano, se asemeja a la figura de esos idiotas pintados por el genio de Velázquez, El niño de Vallecas, pobres pasmados que han olvidado el motivo de su presencia, pero que, sin embargo, atesoran como si fueran figuras sagradas, cómo bienaventurados, una verdad humilde, la verdad del simple.
Al igual que esos idiotas que deambulan como extraños extranjeros todo el día sin intención alguna, sin que nadie los altere o los perturbe. El exiliado vive así en el ayer sin presente ni horizonte, como un ciego errante, como un Edipo sin lugar ni realidad. Ha dejado de ser personaje de la historia para devenir criatura de la verdad.
O sea, el exiliado permanece en un rincón, en la reflexión de Zambrano, para ser visto. Su misión es ser objeto de la mirada.
Él es, ante todo, objeto de visión, pues su sola imagen da cuenta de una historia apócrifa, de una historia olvidada que se quiere olvidar. Por ello, su presencia resulta molesta, es un estorbo. Alguien que incomoda por lo que revela.
( Claros del bosque, María Zambrano. Edición de Mercedes Gómez Ilesa. Editorial Cátedra. España, 2018.)