Así como el fiscal general de Chihuahua, muchos han comentado que el asesinato de los padres jesuitas Javier Campos y Joaquín Mora, por atender a Pedro Palma, gravemente herido, fue una “muerte circunstancial”: estaban en el lugar equivocado, en el momento equivocado. Los equivocados son ellos. Los dos sacerdotes estaban donde eligieron por opción ética de vida: acompañando al pueblo pobre y oprimido de la Tarahumara en las buenas, en las malas y en las peores.
El acompañamiento es la clave para entender la labor no sólo de los jesuitas, sino de la diócesis de la Tarahumara. Ya ni siquiera la “evangelización”, sino el estar con las comunidades, compartir con ellas su situación de vida, desde su cotidianeidad, desde la interculturalidad, en la escucha permanente. Se evangeliza sin imponer, acompañando.
Pero ahora el acompañar se torna una misión de alto riesgo, dado el contexto de violencia que viven las comunidades de toda la sierra Tarahumara, indígenas y mestizas. Después de haber sido víctimas de sucesivas conquistas, como la de los españoles, las mineras, las empresas forestales y turísticas, ahora, como señalaba ya en 2008 el también jesuita Ricardo, El Ronco Robles, desde hace varias décadas este pueblo padece la conquista violenta por parte del narcotráfico.
Los datos más superficiales nos muestran masacres como la de Creel, en 2008, o la de Sisoguichi, en 2020, o el asesinato de dirigentes indígenas por defender su territorio y el medio ambiente. Las personas desaparecidas de las que incluso se ha perdido la cuenta; el control territorial de amplias zonas por parte de los grupos criminales, las violaciones y todo tipo de violencia contra las mujeres; los asesinatos cotidianos que ni siquiera se contabilizan o se les ponen nombres ni apellidos; los cuerpos perdidos en lo profundo de las barrancas o de las cuevas.
Estos datos podrán disminuir o aumentar y podrán ser el parámetro de las autoridades para evaluar su eficacia. Pero hay los otros datos de esta conquista violenta: el impacto del crimen organizado en la destrucción de las comunidades y del tejido social. El desplazamiento de poblados enteros, que implica el desarraigar familias y establecerlas en medios extraños y hostiles; el incendio de casas y despojo de ganado, la leva de jóvenes para utilizarlos como fuerza de tarea o carne de cañón de los grupos criminales; el despojo de las tierras para plantar enervantes; la inmisericorde tala clandestina en la región, la quema de los bosques como mecanismo de terror, que destruyen ecosistemas y rompen el ciclo del agua en la sierra. La aculturación en la ilegalidad y en la violencia, en el machismo y las adicciones. La ruptura de los seres humanos, la ruptura de las familias y comunidades. Estos son los otros datos de la conquista del crimen organizado en la Tarahumara.
El impacto en la opinión pública del triple asesinato de Cerocahui ha hecho que las fuerzas de seguridad se apresuren a intensificar la persecución de El Chueco, presunto homicida y, además, presunto responsable de otros asesinatos y secuestros. Y si se llega a capturarlo no se puede pensar que preso El Chueco no se va a acabar la rabia. ¿Entonces cómo se va a acabar o al menos reducir significativamente la violencia en la sierra Tarahumara?
Ciertamente, no con el negacionismo y la omisión del gobierno del estado. Por otra parte, los programas sociales del gobierno federal se han hecho presentes buscando atender las causas sociales de las múltiples violencias, han evitado hambrunas y dotado de recursos a las familias. Sin embargo, en tanto no se deje sentir la acción sobre las causas hay que atender al mismo tiempo los severos impactos de la violencia que producen daños irreversibles en las personas e incluso en el medio ambiente.
Es necesario que la acción del Estado descienda más todavía, al ras del suelo, que se realice con comunicación y participación de las comunidades. Muchas veces esta acción tiene un dejo omnipotencia y de omnisciencia, por lo que es necesario operarla con modestia y escuchando siempre la voz de las víctimas. A la mejor las soluciones perfectas no existen, pero ¿no sería mejor buscarlas con quienes a diario sufren la injusticia y la violencia?
Pero también como sociedad debemos actuar. El iceberg de horror que reveló el asesinato de los jesuitas ha despertado muchas buenas voluntades. El punto de partida debe ser la decisión de acompañar a estos pueblos-víctimas para ir construyendo opciones de paz. Los propios jesuitas tienen ricas experiencias en este tema. Sólo por citar una de ellas está el proceso de Desarrollo y Paz, conducido por el padre Francisco de Roux, en el Magdalena Medio de Colombia, una región convulsionada por la violencia del narcotráfico, de los paramilitares y de la guerrilla.
Acompañar: esto que para las instancias de Estado puede ser un cambio de estrategia y para la sociedad una decisión ética, fue la opción de vida que nos demostraron Javier Campos y Joaquín Mora.