Hace más de seis siglos, en 1589, sedientos de oro y minerales preciosos, los españoles llegaron a territorio rarámuri. Buscaban minas en lo que hoy es el municipio de Chínipas, a poco más de 100 kilómetros de la parroquia de Cerocahui, donde fueron asesinados los sacerdotes jesuitas Javier Campos y Joaquín César Mora, y el guía de turistas Pedro Palma.
Los tarahumaras los recibieron con regalos, pero les prohibieron la entrada a la comunidad. El vedo no le importó a los buscadores de riquezas. Entraron a la mina exhibiendo sus arcabuces. En el cerro –escribió el religioso jesuita Ricardo Robles– 2 mil guerreros los desafiaron.
Comenzó así una historia de colonialismo, despojo, explotación y opresión, pero también de resistencia, que se mantiene hasta nuestros días. Los viejos conquistadores son ahora integrantes del crimen organizado y sus viejas armas de fuego son ahora modernos AK-47 o AR-15.
Esos primeros españoles confundieron cordialidad con sumisión. Casi cuatro décadas después, el gobernador de Nueva Vizcaya le envió una carta al virrey, en la que le aseguró que esas tierras eran fértiles y los rarámuris reducibles y se podría establecer allí un gran reino.
No la tuvieron fácil los conquistadores. Los indígenas no querían forasteros que les impusieran otro modo de vida. Así que, entre 1616 y 1698 realizaron cinco grandes rebeliones. Los jesuitas establecieron una misión en el Valle de San Pablo, hoy Balleza, en 1608. Sin embargo, tuvieron que suspender su labor evangelizadora por el alzamiento de tarahumaras y tepehuanes en 1620. La continuaron en 1639, a través de la misión de San Felipe de Jesús. Los españoles quisieron ahogar la insumisión en sangre y fuego. Los rarámuris se replegaron a los abismos de las barrancas y las montañas, manteniendo vivas sus formas de producción y sus creencias.
Los invasores, explica Robles, “renunciaron a reunirlos en poblados, a desterrar sus fiestas rituales y a imponer trabajos del modo en que hubieran querido. Buscaron el control político poniendo capitanes y gobernadores indígenas, para organizar en partidos a los dispersos”.
Los conquistadores se apropiaron de minas, tierras y controlaron militarmente el territorio. Sin embargo, no pudieron reducir a los indígenas en poblaciones. Los misioneros levantaron templos, organizaron fiestas y reunieron a los pueblos con un nuevo sistema de autoridades. Los tarahumaras conservaron su libertad, sus formas de trabajo y sus ritos más significativos.
En 1767, los jesuitas fueron expulsados de los dominios españoles. En su lugar se envió a clérigos y franciscanos que chocaron con los indígenas. El vacío eclesial facilitó la raramurización de los rarámuris. Sin embargo, al mismo tiempo, las tierras indígenas, hasta entonces defendidas por las Leyes de Indias, fueron invadidas. Los tarahumaras se internaron aún más en la sierra y en los despeñaderos.
En 1900, 133 años después de su expulsión, los jesuitas regresaron a la región. Se propusieron educar a los indígenas. El choque fue inevitable. Los indios resistieron la decisión vertical y autoritaria de formar colonias; de aprender oficios, abandonando sus formas productivas; la desautorización de sus ritos y la imposición de una religiosidad ortodoxa. Lo hicieron negociando a su manera. El trabajo misionero se regularizó hasta los años 40.
Las cosas comenzaron a cambiar cuando, a decir del también sacerdote jesuita Alfredo Zepeda, “un movimiento crítico de cambio recorría el mundo, envolviéndolo todo con aires inéditos. El Concilio Vaticano se iniciaba con la consigna del papa Juan: abrir las ventanas de los conventos para que entrara el viento del espíritu que soplaba impredictible”.
Resultó entonces, sigue Zepeda, que un grupo de religiosos en aquellos lares, “al lado del obispo jesuita José Llaguno (1925-1992) y de otros compañeros, pusieron en cuestión las visiones occidentales para acercarse a la cosmovisión rarámuri. Y la gente de este pueblo los convirtió, de portadores de una doctrina, en discípulos. De bienhechores, se tornaron amigos de los hombres y mujeres de la sierra Tarahumara, unidos como compañeros a su resistencia secular en defensa de la libertad y autonomía”.
El obispo Llaguno llegó por primera ocasión a la Misión de la Tarahumara en 1951. Se hizo cargo del internado de Sisoguichi. Aprendió rarámuri en Norogachi. Vivió en la región desde 1962 hasta su fallecimiento en 1992. Fue nombrado obispo de la Tarahumara en 1973. Ese mismo año protestó enérgicamente por los abusos, maltratos y asesinatos cometidos por integrantes de la Operación Cóndor, con pretexto de la lucha contra el narcotráfico en la región. En 1979 participó en la tercera Conferencia del Episcopado Latinoamericano en Puebla, y contribuyó a la elaboración del documento “Opción por los pobres”.
Los sacerdotes Javier Campos y Joaquín Mora, asesinados el pasado 20 de junio, eran dignos herederos del legado del obispo Llaguno. El padre Campos, al que sus amigos llamaba el Gallo, llegó a la Tarahumara hace 50 años; el padre Mora se trasladó hace dos décadas. Campos era una autoridad moral en la diócesis. Conocía a profundidad el territorio y la cultura rarámuri; el valor de las fiestas, los ritos y las historias secretas que se cuentan al atardecer en la sierra. Promovió la Iglesia autóctona y la inculturación del evangelio. A pesar de que Mora tenía la salud lastimada, se negaba a dejar su labor. Ambos acompañaron al pueblo rarámuri como sujetos de su propia historia y no como objetos de colonización.
Más allá de su resistencia, los tarahumaras viven graves problemas. La abogada Magdalena Gómez los sintetizó: “Corrupción de las autoridades, gobernadores indígenas manipulados, erosión de los mecanismos tradicionales, el narco (siembra, tráfico y consumo), el ejido y programas de gobierno utilizados para dividir, así como religiones y partidos políticos; militarización y presencia de grupos armados, presencia clandestina y consumo de drogas y alcohol, falta de empleo y por ello migración, desintegración familiar y conflictos de identidad por esta causa, deficiente atención educativa, se ignora lo propio, explotación de recursos naturales, problemas de tierras por la entrada de proyectos turísticos, jóvenes en proceso de aculturación y su ausencia o falta de respeto en las fiestas, cambios en la alimentación”.
La expansión de la industria criminal y la narcopolítica han exacerbado estas tragedias. El narco se dedica también a talar bosques. Busca incorporar a los jóvenes indígenas como halcones, mulas o sicarios. Si éstos no aceptan meterse al negocio, los expulsan de la región o los matan. Le meten lumbre a los bosques de las comunidades que resisten.
Según la DEA, el corredor de El Paso-Juárez es una ruta extraordinariamente rentable: por allí pasa alrededor de 70 por ciento de la cocaína que entra a Estados Unidos desde México. La periodista de La Jornada Miroslava Breach fue salvajemente asesinada después de documentar la expansión del crimen organizado y sus vínculos con la política institucional, en su natal Chínipas, el mismo municipio al que llegaron los primeros españoles. Chínipas es un pequeño poblado centenario fundado en 1626 por sacerdotes jesuitas para evangelizar a los indígenas.
En marzo de 2016, publicó en este diario un reportaje en el que explicó el papel de Los Salazar en Chínipas. Los Salazar son una banda originaria de ese municipio, productor y distribuidor de mariguana, encabezado, hasta su detención en 2011, por Adán Salazar Zamorano y sus hijos, Jesús Alfredo y Adán, parte de Gente Nueva, la filial del cártel de Sinaloa en Chihuahua. Controlan parte de la ruta del narcotráfico y del paso de migrantes a Estados Unidos. Curiosamente, José Noriel Portillo, alias El Chueco, presunto asesino de los jesuitas, es el responsable de plaza de Gente Nueva en Cerocahui.
Como Ricardo Robles explicó en estas mismas páginas, poco más de un año antes de morir, lo que se vive en la Tarahumara “es la narcosiembra, que en algunas regiones lleva ya cuatro generaciones de narcocultivadores y ha hecho de esta actividad un modo de vida ordinario, casi el único ya. Pero es también el narcoacarreo, la narcolucha por el control de territorios, la narcocorrupción generalizada, las narcoelecciones compradas, los narcolavaderos del dinero abundante y son también el narcomenudeo y el narcoconsumo... Quizá la única novedad verdadera es que la sangre nos está salpicando de cerca a todos, o que todos estamos siendo conquistados, tiranizados, sometidos, y que los conquistadores son cada vez menos y vienen por todo”.
El asesinato de los sacerdotes jesuitas Javier Campos y Joaquín César Mora, defensores y acompañantes del pueblo rarámuri, y el guía de turistas Pedro Palma, es un punto de inflexión en la región y en el país. “Se fueron sin pedir permiso y con su morral lleno de historias; es muy fácil ser humano, pero es muy difícil hacerse humano y en ellos siempre encontramos a dos hermanos, a dos hombres humanos”, dijo el jesuita Javier Ávila, en la misa en honor a sus compañeros. Descansen en paz.