El pasado miércoles 22 de junio llegué a mis 74 años. Hace mucho que digo, y lo reitero aquí, que la vida no me debe nada.
He convivido muy de cerca con algunas de las mejores cabezas de mi tiempo. Tuve y tengo amigos y amigas de grandeza especial. Tengo la misma compañera desde hace 51 años, cinco meses y ocho días, un hijo que me llena de orgullo.
Supe sobrevivir a pérdidas infinitas, primero la de mi padre, después la de amigos y amigas del alma. El vacío no dejará jamás de existir, pero hay que vivir la vida con ese hueco y con la memoria plena de lo que fueron y, de cierta manera, siguen siendo.
En mis tiempos de reportero logré salir ileso de la cobertura de la guerrilla urbana en Argentina (1973-1976) y de guerras civiles en el Sahara y en Centroamérica, principalmente en El Salvador (1976-1983).
Pasé por dos exilios, primero en Argentina (1973-1976), luego en una España que todavía estaba cargada de la herencia nefasta de Francisco Franco (1976-1979).
Una vida especialmente intensa, que, insisto, no me debe nada, absolutamente nada.
Lo que jamás supuse, siquiera en los momentos de más bruma, es que llegaría a mi edad viendo lo que ocurre en mi país. Jamás.
Esa decadencia feroz empezó, conviene no olvidar, con el golpe institucional que en 2016 alejó a Dilma Rousseff de la presidencia e instaló en su lugar un ladronzuelo vulgar llamado Michel Temer.
A él le debemos el desmonte de la estatal Petrobrás y la actual política de precios, la cual hace que lo producido en reales, la moneda nacional, sea pagado en dólares. Y también la transformación de una empresa integrada de petróleo en otra, que perdió refinerías y redes de distribución.
Entonces vino el sucesor, la más abyecta figura de la historia de la República brasileña: Jair Bolsonaro. La catástrofe se extendió y destroza o amenaza destrozar todo lo que nos tomó décadas construir.
Por más que yo entienda que a raíz del golpe militar de 1964, el cual instauró una dictadura feroz que duró 21 años, lo primero que se desmanteló fue la educación, creando generaciones de brasileños sumergidos en la más profunda ignorancia, todavía me abruma que Bolsonaro haya sido electo presidente.
Conozco también la dimensión del daño provocado a Brasil por el trabajo de un juez deshonesto y manipulador, Sergio Moro, que detuvo ilegalmente al ex presidente Lula da Silva, lo que ayudó a la victoria de Jair Bolsonaro. Desde un primer momento entendí que Moro actuó, para demonizar la política brasileña, con pleno respaldo de los medios oligopólicos de comunicación, de parte sustancial de los militares, de los dueños del dinero. Y que contó con la omisión cómplice de los integrantes de la instancia máxima de Justicia, el Supremo Tribunal Federal, que tardaron años para llegar a la conclusión obvia: todo el juicio, y la prisión de Lula fueron una farsa, éste fue anulado y el ex presidente liberado.
Sé todo eso, lo entiendo, pero una pregunta sigue sofocando mi alma: ¿Cómo es posible que haya tanta gente que votaría otra vez por ese esperpento asqueroso, ese aprendiz de fascista?
El Brasil de 2023 será un montón de polvo, el de la ruina que será dejada por Bolsonaro. ¿Por dónde empezar la reconstrucción?
Guardo en el alma una esperanza inoxidable: que tan pronto sea catapultado del sillón presidencial y pierda la inmunidad concedida por la ley, Bolsonaro sea directamente conducido a un tribunal para responder por la infinidad de crímenes que cometió a lo largo de su inmundo mandato.
Y esa esperanza me ayuda a aguantar lo que falta hasta que ese día finalmente llegue.
Que la vida siga sin deberme nada.