Ciudad de México. En lo alto del paraje Llano de Apapaxtla –ubicado entre el tercer y cuarto dinamo, en la alcaldía Magdalena Contreras– adonde se llega después de una larga caminata entre pinos y oyameles, el agua de un manantial es aprovechada para que funcione una pequeña granja acuícola con embalses en los que se pueden observar las distintas etapas de crecimiento de truchas.
Se trata de los esfuerzos –en los que participa la Secretaría del Trabajo y Fomento al Empleo– para proteger el suelo de conservación y apuntalar la economía de las comunidades ubicadas en la zona montañosa del surponiente de la Ciudad de México, que en su mayoría sobreviven de los servicios turísticos que ofrecen, sobre todo los fines de semana.
En un recorrido, don Heriberto Sánchez contó que a diferencia de la época en la que su padre se dedicaba a la crianza de trucha, cuando se usaban estanques rústicos de tierra, ahora se cuenta con un sistema de alto flujo con red hidráulica y filtros que permiten que el agua que se usa puede reincorporarse al riachuelo.
Heriberto Sánchez y su esposa Olga Lidia González muestran a La Jornada su producto y los procesos en los estanques, los cuales requieren a diario una limpieza y cuidados extremos. Foto María Luisa Severiano.
La granja acuícola es una cooperativa que su familia comenzó desde 2006, pero no prosperó por la falta de apoyo, hasta que hace un año recibieron una ayuda de 150 mil pesos por parte de la Secretaría de Trabajo y Fomento al Empleo. “Teníamos trazadas las pozas y gestionamos los permisos; con los recursos que obtuvimos instalamos la red hidráulica, una malla de sombra y todo el equipamiento de los tanques, que tienen un área de desinfección, bodega y filtros para la retención de sólidos”.
Antes de comenzar este proyecto familiar, don Heriberto probó suerte en el norte del país, incluso cruzó la frontera y llegó a Estados Unidos, donde trabajó como jornalero, albañil y ordeñador de vacas. “Prácticamente toda mi vida estuve fuera porque aquí sólo se podía sembrar maíz y avena, pero no salía para sobrevivir. Allá me iba regular, pero nunca me gustó y decidí volver.”
Ahora, con su esposa e hijos se encarga de todo el proceso de la crianza de las truchas, que dura nueve meses, desde el desove hasta que los ejemplares alcanzan el tamaño ideal para venderlos. Su esposa, Olga Lidia González, explica que la granja tiene capacidad para criar al mismo tiempo mil peces al año, pero ahora están a la mitad de su capacidad, pues es difícil ante el costo del alimento. “Un bulto para los alevines (las crías) está entre 600 y 700 pesos y nos dura 15 días.
Desde hace 40 años empezó la crianza de truchas en esa zona, pero hasta ahora recibieron apoyo para aumentarla y los cooperativistas ya piensan incluso en abrir un restaurante en esa zona. Foto María Luisa Severiano.
Y para los grandes, en cuatro días se lo acaban. Nos unimos con otros compañeros para ir a Toluca y allá por mayoreo nos sale más barato, rentamos una camioneta y nos traemos una tonelada de alimentos”.
Ella cuenta que la crianza de las truchas es laboriosa y delicada, pues el agua debe estar siempre limpia y fría. “Cada tres días se tienen que lavar y desinfectar los tanques, no les puede caer ningún tipo de residuo porque se mueren las truchas, ya nos pasó cuando se nos descompuso un filtro y mermó la cosecha”.
En la actualidad ya comenzaron a obtener los primeros ingresos con la venta de especies jóvenes para otras granjas, que sólo se encargan de engordarlas y la comercializan directamente a la población, que se lleva el kilogramo a 100 pesos, que equivale a tres o cuatro truchas, según el tamaño.
Heriberto Sánchez y su esposa Olga Lidia González. Foto María Luisa Severiano
“Requerimos de un proceso continuo para que seamos competitivos y el negocio pueda ser rentable; este año vamos a buscar otro apoyo para concluir las instalaciones y equipar un restaurante para poner a la venta el pescado preparado en sus distintas presentaciones.”
La actividad no es nueva en el bosque de Los Dinamos, desde principios de la década de los 80 los acuicultores comenzaron en lo alto de la montaña, pero hasta ahora se han mantenido sólo siete granjas que surten a los comerciantes de la zona.