Es cuestión de tamaño, pero depende de la vara con que se mida. En conferencia de prensa en el Departamento de Estado la semana pasada, el vocero Ned Price se ha largado una gran perorata contra los grandes estados que intimidan a los pequeños y les impiden “ejercer su soberanía, elegir sus propias asociaciones, adoptar su propia política exterior [...]. La dominación es el nombre de este juego”. El poder es un señor muy distraído. Price se refería a China, obviamente.
El periodista Matt Lee, de la agencia Ap, sin dudas un señor muy atento, hizo la pregunta que se caía de la mata: “Hablemos de la administración Biden y de su política hacia Cuba, que todavía tiene el embargo, ¿cierto? ¿No es ese un caso de un Estado grande que intenta dominar a otro más pequeño?” A la sonrisa incómoda de Ned Price siguió lo de siempre, el gobierno de Estados Unidos no ve contradicción, sino un mundo volátil y complejo donde es imposible formular una política rígida que sea aplicable en todas las situaciones. Y el puntillazo: “Este es un caso en que Estados Unidos busca ayudar a promover las aspiraciones democráticas del pueblo de Cuba”, añadió el vocero, que a duras penas logró esconder que la nostalgia de la guerra fría está siempre revoloteando en la burbuja de expertos en política exterior de Washington.
“Puedes llegar lejos con una sonrisa. Puedes llegar mucho más lejos con una sonrisa y una pistola”, confesaba con aires glamorosos y vestido a rayas el mafioso Al Capone a la revista Real Detective Tales, en una entrevista hecha tras las rejas hace casi un siglo. No ha habido hasta hoy mejor definición de la política estadunidense en el mundo. Sus efectos catastróficos para los estados pequeños están ahí, por más que la sombra alargada de la amnesia posea a los voceros del Departamento de Estado.
La política del bloqueo, desde John F. Kennedy hasta Joseph Biden, ha estado mal pensada, mal evaluada, mal juzgada, mal calculada. También es perfectamente ilegal y probablemente la que termine poniendo el último clavo en el féretro de la OEA, como se expresó en la novena Cumbre de las Américas, donde el país bloqueador y excluyente se quedó más solo que la una. Como se quedó Luis Almagro, mariscal de una diplomacia irresponsable, bélica y arrogante que provoca muecas de asco hasta en los conservadores latinoamericanos y que ya no puede ni caminar blindado por guardias de seguridad sin que le recuerden su complicidad con el golpe de Estado en Bolivia y sin que le griten que tiene las manos manchadas de sangre.
Esa mezcla de olvido selectivo y soberbia que mostró Ned Price en su rutinaria conferencia de prensa, es la de su gobierno. La megalomanía de la sonrisa y la pistola les impidió ver en Los Ángeles que América Latina no acepta la lógica torcida de un ámbito de integración con exclusiones y que los países de la región reclaman, cada vez con más fuerza, una asociación libre de toda influencia de Estados Unidos. Esa es una de las poderosas razones para el regreso de la izquierda a los gobiernos del continente, con un hecho inédito y humillante para la Casa Blanca, la victoria de Gustavo Petro en Colombia que puede servir de puntapié para unir las energías aún dispersas del progresismo latinoamericano.
El gran fallo del panamericanismo hay que atribuirlo, como apuntaba Jorge Castañeda (el bueno) hace más de medio siglo, a la práctica de la intimidación de un Estado grande y poderoso que jamás permitió la convivencia en igualdad de condiciones y al hecho de que Washington impuso sus políticas e intereses a los países del sur, impidiéndoles “ejercer su soberanía, elegir sus propias asociaciones, adoptar su propia política exterior”.
Es cuestión de tamaño, sí, y de sentido común. El sentido común es uno de los pocos recursos que existen para que los estados pequeños, la gente común y los periodistas decentes puedan defenderse de la historia oficial, escrita por los vencedores de ese juego llamado “dominación” y que Ned Price conoce muy bien, aunque se haga el tonto.