Durante el neoliberalismo se adoptaron en México estructuras económicas y sociales impuestas con engaños y equívocos; fue una imitación extralógica que causó mucho daño y aún estamos combatiendo. Se generalizó entonces, para justificar acciones y decisiones del poder, decir que se trataba de “ser más competitivos”. La competencia se volvió entonces el santo y seña para ingresar al primer mundo; los intelectuales orgánicos defendían las decisiones públicas encaminadas a convertirnos en un país muy “competitivo”.
Ser competidores fue entonces la justificación de muchas acciones coyunturales y también de políticas a largo plazo que frecuentemente han sido contraproducentes. Entonces firmamos el tratado de libre comercio, aceptamos someter nuestra soberanía a la jurisdicción de arbitrajes internacionales, derogamos la prohibición constitucional para que los extranjeros pudieran adquirir propiedades inmuebles en litorales y fronteras y, finalmente, con el pretexto de la competitividad y comprando votos, con ese señuelo, fueron aprobadas las llamadas “reformas estructurales”.
Las reformas suplantaron a nuestros modelos de educación y salud para privatizarlos hasta donde les fue posible; también pusieron en manos de intereses ajenos la energía eléctrica y el petróleo, permitieron la desaparición paulatina de la propiedad ejidal y comunal y todo, según la propaganda oficial, para aumentar nuestra competitividad.
Clasificaron a los integrantes de la sociedad, siguiendo el modelo estadunidense derivado del calvinismo, en triunfadores y perdedores; los triunfadores son los fuertes, los exitosos, los hábiles, que tienen todo y disfrutan de todo. Para esa filosofía pragmática, los perdedores son todos los demás; los pobres por supuesto, los “flojos”, los que no saben aprovecharse ni hacer grandes negocios. Se trató, sin duda, de una exageración inaceptable, pero penetró en algunos sectores de la población mexicana y sigue siendo en buena medida, el sustento “teórico” de los críticos de la Cuarta Transformación.
No se trata de condenar a la competencia como algo totalmente negativo, se trata de entenderla y de cuidar que no sea la virtud central de la vida social, ni que otros valores, otras formas de hacer las cosas y otras convicciones queden supeditadas a ella.
La competencia es uno entre muchos procesos sociales que son estudiados y analizados por la sociología moderna; para juzgar con elementos suficientes y sin dogmatismos, es conveniente empezar por entender que la competencia es uno entre otros muchos procesos sociales; no es el único identificable en las relaciones humanas; por ejemplo, los niños que conviven en una familia compiten entre sí, los mayores tienen algunas ventajas, pero los menores tienen otras y no sólo compiten, también entre ellos hay relaciones de afecto, de colaboración y de apoyo mutuo. Dentro del núcleo familiar hay competencia, pero también hay integración, asimilación de conductas y cooperación; lo mismo debe suceder en la sociedad más amplia que es la nación.
El sociólogo estadunidense Joseph Fichter, jesuita de la Universidad de Chicago explica que: “Los procesos sociales son formas básicas y tipificables de interacción social, que se cruzan a través de los numerosos papeles que desempeñan los individuos”. Identifica tres que él llama disyuntivos, que son la oposición, la competición y el conflicto, y tres conjuntivos, que son la acomodación, la asimilación y la cooperación. Explica que los disyuntivos generan sociedades débiles, en las que los lazos sociales se rompen fácilmente, mientras los conjuntivos acercan a los integrantes de una comunidad, la fortalecen y constituyen factores de equidad y de felicidad.
En todas las comunidades humanas, desde la familia que ha sido considerada como la célula social, hasta la comunidad global, pasando por el Estado, las iglesias, las comunidades intermedias como la empresa, la escuela, el sindicato, el partido político y otras muchas, se dan simultánea o sucesivamente estos procesos, a veces unos prevalecen sobre los otros y frecuentemente alguno predomina en la vida colectiva; de los procesos disyuntivos el más dañino por supuesto, es la guerra.
La competencia puede ser un motor de crecimiento y de desarrollo, siempre y cuando la sociedad a través de su organización política, cuide que nadie tenga ventajas o desventajas excesivas, competir como sucedió en la sociedad estadunidense y en general en el capitalismo, crea riqueza y desarrollo, pero también injusticias y marginación; provoca que quienes integran la comunidad se distancien entre sí y sean menos solidarios.
En cambio, el más importante de los procesos conjuntivos es la cooperación; en él, las personas o grupos actúan y trabajan unidos, persiguen un fin común, no cada uno por su lado como en la competencia, sino en conjunto y para bien de todos. Ese debe ser el proceso central, el más valorado; es mejor para todos, cooperar que competir.