Siempre quise saber cómo había sido la infancia de mi padre. Mi interés fue creciendo al paso del tiempo, pero más todavía desde que empecé a notar cómo se iba deteriorando su memoria y corría el peligro de perderse en el olvido el niño que fue. Hoy pude conocer algo de esa etapa de su vida gracias a Natalia: nuestra vecina en el edificio desde hace muchos años.
I
Cuando supe que, por exigencias del trabajo de mi esposo, tenía que irme a vivir a Puebla, invité a mi padre a irse con nosotros.
Me parece que aún escucho su “no” rotundo. Imposible obligarlo y más aún dejarlo solo. Entendí que muy pronto iba a necesitar el apoyo de alguien capaz, honrado y de absoluta confianza.
No tuve que pensarlo mucho para darme cuenta de que la persona indicada podía ser Natalia: trabajó bastante tiempo en el consultorio de su hermano y tiene algunos conocimientos de medicina. Una tarde fui a verla. Después de que la puse al tanto de mi situación le pregunté si le interesaría trabajar como cuidadora de mi padre. Aceptó con gusto. Después de que acordamos la paga y el horario, me sentí tranquila de saber que dejaba a mi papá en las mejores manos.
II
En Puebla conseguí trabajo en una fábrica de loza. Allí el ritmo de producción es muy fuerte y sólo puedo venir a ver mi papá durante el fin de semana, cada dos o tres meses. Siempre que llego a verlo, Natalia me da las mismas instrucciones acerca de lo que debo o no hacer en su presencia: “Si nota que el señor no tiene ganas de conversar, no le insista. Procure hablarle fuerte porque ya escucha muy mal y por nada del mundo quiere ponerse el aparato; platíquele de cosas bonitas para que se alegre porque con tantas barbaridades que están sucediendo en el mundo, se deprime mucho y dice que ya no quiere vivir”.
Hoy Natalia me sorprendió con una indicación adicional: que cuando visite a mi padre no use perfume. Le pegunté si la restricción había sido idea de él y me contestó que era suya, se ha dado cuenta de que los olores dulces le provocan nauseas. Esa es la razón de que, pese a que a ella tanto le gustan las flores aromáticas, sólo compre para la casa las que carecen de olor.
Después de escuchar a Natalia tuve la impresión de que conoce a mi padre mejor que yo. Me sentí algo celosa, pero lo entiendo: desde que me fui, hace tres años, convive con él a diario y ve todos sus cambios. Supongo que cuando son negativos los justifica en términos que lo tranquilicen. Puedo imaginármela diciéndole: “Don Ezequiel, no se preocupe, no es que esté perdiendo el oído. Lo que sucede es que en esta calle hay un ruidero tremendo y, aunque todos hablemos a gritos, nadie oye nada”.
III
Cuando terminamos de comer, mi padre se disculpó: quería tomar su siesta, costumbre que yo no recordaba que tuviera y lo vi como síntoma de debilidad. En cuanto nos quedamos solas, le pregunté a Natalia si creía que las nuevas medicinas lo estaban perjudicando. En su respuesta, muy extensa, noté un dejo de ternura. Esa manifestación de afecto hacia mi padre me conmovió y al mismo tiempo me hizo sentir desplazada por creerme la única con derecho a expresar esa devoción.
Natalia interrumpió nuestra charla para ir a preparar el té de yerbas -bueno para limpiar el pulmón- que la había enseñado a hacer su abuela oaxaqueña y que mi padre toma cada tercer día. Me pareció raro que él estuviera tan dispuesto a beberlo después de que siempre había sido reacio a ese tipo de remedios.
Tuve que reconocer que, con su dedicación y afecto, Natalia estaba cambiando los hábitos de mi padre. Se lo dije y ella me contestó que no todos. Sólo algunas veces lograba que le hablara de sus cosas personales y si lo conseguía, no era siempre gracias a esfuerzos sino a que una noticia, un nombre, la escena de una película le despertaban recuerdos, en especial de su infancia, que luego compartía con ella.
Otra sorpresa: Natalia estaba más enterada que yo de esa etapa en la vida de mi padre y le pedí -¿le exigí?- que me contara algo. Mi petición la hizo reír mucho, pero noté que estaba a punto de las lágrimas. Cuando al fin logró serenarse, metió un manojo de hierbas en el agua hirviendo. La cocina se inundó de un fuerte olor a eucalipto, salvia y romero, mientras Natalia me contaba…
IV
“Como a don Ezequiel le gusta mucho el cine, cuando voy al tianguis le traigo una película que supongo va a gustarle. El domingo pasado le traje una que se llama Cinema Paradiso. Lloré mucho porque me había recordado el cine de piojito de mi barrio y él me dijo que debía considerarme afortunada porque en el pueblo en donde había crecido no había más cine que el que montaba cada jueves, en el corral de su casa, un sastre al que apodaban El Diablo.
“Me reí mucho cuando don Ezequiel se puso a explicarme que la pantalla no era más que una sábana toda arrugada, que el proyector sonaba como si fuera un montón de latas metidas en un costal y que el programa consistía de tan solo dos caricaturas: la del gato Félix tratando de pescar en el río a un pez huidizo; y la del patito feo de madera que luego se convertía en cisne.
“A pesar de lo poco variado del programa, los niños hacían toda clase de méritos para conseguir el permiso de sus padres y los cuatro centavos del boleto: un cachito de papel de estraza con un garabato. La función se interrumpía a cada ratito a causa del proyector; pero lejos de irse, los niños se divertían correteando a las gallinas que andaban por el corral. Cuando el Diablo descolgaba la sábana, los niños iban saliendo con las banquitas o las cubetas, cargadas en la cabeza, que les habían servido de butacas.
“Cada quien tomaba su camino. Don Ezequiel me dijo que se iba corriendo a su casa por la urgencia que tenía de meterse a la cama, dormirse lo más pronto posible y repetir en sus sueños las aventuras del gato negro y el patito de madera”.
V
Le debo mucho a Natalia, sobre todo, que haya compartido conmigo una experiencia de mi padre de la que él jamás me habló. Espero que algún día lo haga. Por el momento estoy tranquila porque sé que, mientras yo sea capaz de recordar, quedará a salvo la silueta del niño ávido y soñador que fue mi padre.