Con las cuatro victorias del domingo 5 de junio, Morena gobierna por sí solo 21 entidades y en alianza, otros dos. Tiene la Presidencia de la República, la mayoría en las dos cámaras del Congreso de la Unión, en la mayor parte de los congresos de los estados y gobierna varias capitales estatales y ciudades importantes. No cabe duda de que se ha convertido en un partido dominante, en el sentido amplio del término, como lo señala Sartori: “… siempre que encontramos en una comunidad política un partido que deja atrás a todos los demás este partido es dominante en el sentido de que es considerablemente más fuerte que los otros”.
Ser partido dominante tiene sus pros: puede llevar a cabo su proyecto de gobierno con amplio respaldo de la población y de las legislaturas correspondientes; cuenta con más recursos para sus campañas electorales, mantiene una imagen ganadora que le acarrea muchos votos; puede construir una buena sinergia entre los diversos órdenes de gobierno para desarrollar proyectos importantes, etcétera.
Pero si ese partido no sólo quiere ganar elecciones, sino realizar los valores que le dan sentido a su ser y su quehacer: igualdad, participación, respeto a las diferencias, justicia, democracia, honestidad, austeridad, nacionalismo, puede tener sus desventajas: la primera es que ya encarrerados en la vía de los triunfos, se dejen atrás los valores, los ideales. Otra, no menos importante, es que, como en la política tiende a predominar la máxima “la fuerza hace la unión” y no a la inversa, como pudiera ser en la lucha social, un partido victorioso se convierte en un poderoso imán que atrae a muchas más de las personas convencidas de los ideales que lo fundan y da ocasión a la transmutación ideológica en horno de microondas, a la migración automática de clientelismos añejos en otras formaciones políticas, a los viejos caudillismos, etcétera. En resumen, a la subordinación de los principios éticos e ideológicos en aras del pragmatismo triunfante.
Puede ser que atraer la atención sobre estos peligros ahora resulte anticlimático e impopular. Porque nada puede repeler más los cambios de táctica y de estrategia que las victorias electorales. Hay quienes dicen: ¿para qué cambiar la manera de operar de Morena si así arrasamos en las elecciones? ¿Acaso nos afecta electoralmente el tener un padrón de afiliación con muchos problemas y no haber celebrado comicios internos desde hace varios años? ¿Nos resta dominancia el que en varios estados no haya Comité Ejecutivo Estatal? Para muchos el sólo colgarse de los masivos beneficios de los programas sociales y del indudable arrastre y carisma del presidente Andrés Manuel López Obrador basta para seguir ganando.
Pero los partidos dominantes, que se restringen a ganar el poder y no cultivan su cercanía al pueblo y sus valores éticos e ideología, tienden a erosionarse pronto, a naufragar entre las encarnizadas luchas internas por el poder y convertirse en portadores de ideologías realmente operantes, opuestas a las que les dieron origen. No sólo es el caso del PRI, abundan las historias de deterioro de los partidos dominantes por doquier.
Para evitar esto, Morena debería transitar de ser un partido dominante a ser un partido hegemónico. Hegemónico, no en los términos sartorianos, sino en el sentido como Antonio Gramsci entiende la hegemonía: dirección intelectual y moral de la sociedad.
Para ello, el partido debe sumergirse en la realidad de nuestro pueblo y, desde ahí, comprender y representar los intereses y las demandas de éste, incluso los agravios y las desatenciones que sufre por parte de los gobiernos emanados de la misma formación política. Debe ser la rienda que controle socialmente a quienes ejercen el poder, que con la población evite desviaciones y cambios de rumbo, por encima de pragmatismos o de alianzas coyunturales. Debe impulsar la organización del pueblo cotidianamente, para atender y resolver sus problemas y no sólo para proponer y votar candidaturas. Si, como dice Álvaro García Linera, ante los graves problemas e incertidumbres planteados por múltiples crisis se requieren estados fuertes, éstos lo serán en la medida en que estén cimentados en organizaciones sociales fuertes, en partidos sólidos que defiendan proyectos sociales más allá de la alternancia e incluso los vaivenes de los gobernantes.
Un partido hegemónico también es el que hace presente la ética, sus valores fundantes en sus relaciones internas, con la población y con el poder. Ocupar puestos públicos o de representación popular no lo exime de seguir practicando la democracia, el debate, el respeto a la diferencia, la austeridad, el amor a la verdad y a la justicia, la rendición de cuentas, la inclusión, el cuidado de las personas, sobre todo las más excluidas, del planeta.
En la medida en que Morena se sustraiga a la tentación por la simple dominancia y se arriesgue a convertirse en un partido hegemónico, en términos gramscianos, se alejará del peligro de ser el Nuevo PRI que algunos vaticinan para ir convirtiéndose en la formación política que el pueblo de México necesita. De lo contrario, se convertirá en víctima de su propio éxito.