Al mismo tiempo que Joe Biden y su equipo estaban actuando como jueces supremos de las democracias en la Cumbre de las Américas, en Los Ángeles, al otro extremo del país, en Washington, el diputado Bennie Thompson, presidente del Comité Selecto sobre el 6 de enero, declaraba en la primera audiencia pública sobre la investigación del intento de golpe de Estado impulsado por Trump que “el mundo está observando qué hacemos aquí (…) Estados Unidos ha sido un faro de esperanza y libertad, un modelo para otros (…) ¿Cómo podemos jugar ese papel cuando nuestra casa está en tal desorden?”
Mas aún, mientras Biden y su equipo jugaban a ser anfitriones de la semicumbre proyectando a su país como campeón de las causas democráticas (con la amnesia necesaria para atreverse a hacer eso ante un hemisferio lleno de heridas y venas abiertas por las acciones antidemocráticas de Washington a lo largo de más de un siglo), en su capital se presentaba amplia y espantosa evidencia de la magna conspiración para anular el proceso democrático en 2020, en el cual el entonces presidente contempló hasta el uso de fuerzas militares para lograrlo y expresó que su vicepresidente “merecía” ser colgado por rehusar cumplir con los deseos de su jefe de suspender el proceso de certificación.
El asalto al Capitolio por miles de simpatizantes encabezados por fuerzas neofascistas convocadas por Trump el 6 de enero de 2020 con el propósito de frenar la certificación de la elección presidencial por el Congreso, fue nada menos que “la culminación de un intento de golpe de Estado”, afirmó Thompson a nombre del Comité, el cual advirtió que esa conspiración para derrocar el reino de la democracia en este país continúa, y tal vez es hasta más peligrosa hoy día.
De hecho, cómplices como Steve Bannon, estratega político de Trump, no ocultan su intención de retornar al poder y vengarse, “porque vamos a ganar en noviembre y los vamos destituir a todos ustedes. A la chingada con los de la Casa Blanca, los vamos a destituir”, advirtió en su programa la semana pasada.
Los pronósticos por ahora indican que los republicanos retomarán el control del Congreso en las elecciones intermedias programadas para noviembre, y ya están planeando no sólo frenar las investigaciones contra Trump, sino tomar control del aparato electoral para imponer a quien quieran; o sea, un proyecto neofascista sin disfraces.
Ese proyecto –con Trump aún a la cabeza– gira en torno a propuestas populistas derechistas antimigrantes promovidas por fuerzas supremacistas blancas y hasta abiertamente neonazis. Su retorno implica terror contra comunidades migrantes –sobre todo mexicanos– y de minorías, y continuar anulando las conquistas de los movimientos de derechos civiles, de las mujeres, y la comunidad gay, así como buscar alianzas con fuerzas derechistas en otras partes del mundo.
Las fuerzas neofascistas “extremistas” siguen siendo oficialmente calificadas como la peor amenaza doméstica a la seguridad nacional, según el Departamento de Seguridad Interna y la FBI.
Ante ello, la defensa de la democracia no puede reducirse sólo a una disputa electoral. “Nos ofrecen la opción de escoger entre un neofascista como Trump y un neoliberal pusilánime como Biden (…) con toda la gente decente en Estados Unidos, ¿cómo acabamos con esta gente tan mediocre en la cúpula?”, comentó esta semana pasada el filósofo afroestadunidense Cornel West. “En ambos partidos, la política se trata de espectáculo y superstición (…) Como la gente de blues, tenemos que decir la verdad con estilo y una sonrisa, y continuar luchando, dispuestos a fracasar mejor la próxima vez. Como decía Samuel Beckett”.
El pueblo estadunidense está ante la decisión de defender, o no, a su democracia constitucional. Tal vez debería de pedir consejos, en lugar de darlos, a sus contrapartes latinoamericanas que cuentan con amplia experiencia en las luchas antifascistas, incluso por golpes impulsados desde la misma Casa Blanca.
Una vez más, la pregunta aquí es ¿no pasarán?
The Animals. We Gotta Get Out of This Place.