Para finalizar (bit.ly/3z3hGD4, bit.ly/3LbrT2J, bit.ly/3MCDGYw) las dos últimas tesis: 1) si bien hablar de la invasión rusa a Ucrania en términos de (re)colonización se ha vuelto un punto común incluso en el mainstream atlanticista −con una amnesia sistémica en cuanto al sangriento saldo de su propio colonialismo, hoy vivo más que nunca desde Estados Unidos hasta Israel (bit.ly/2vbGCZC)−, insistir en esta clave no significa ponerse en las mismas filas, así como, de modo parecido, apoyar la lucha en contra del colonialismo ruso en Ucrania no significa respaldar a la OTAN y su imperialismo (bit.ly/3HdFZQA); 2) en Rusia −que en una desesperación discursiva se hizo incluso de un lenguaje... anticolonial (sic)− hay una generalizada falta de enfrentar su legado y anatomía colonial, algo que parece ir a la par con su relativa, salvo algunas excepciones (Mignolo et al), ausencia en los estudios poscoloniales y algo que podrá ser mitigado solamente, por ejemplo, por el trauma de la guerra perdida en Ucrania, abriendo la puerta a una tardía descolonización de este país, tal como sólo las guerras perdidas de las ex potencias coloniales −Francia, Holanda et al− han sido capaces de disparar procesos de deconstrucción, cambio y reflexión similares.
Conforme −ante la inesperada e intersectorial resistencia ucrania− disminuía el ímpetu inicial de la invasión rusa, cambiaban también los objetivos de Moscú de modo que, paradójicamente, quedaba más claro su afán recolonizador.
El lenguaje político de la “denazificación” y la “demilitarización” de Ucrania −la toma de Kiev y el establecimiento de algún régimen-títere−, desapareció y fue sustituido por el lenguaje directo de la “conquista” −con Putin comparándose con Pedro el Grande (bit.ly/3O8Hcv6)− centrada en el este del país y la creación de un “corredor de tierra” desde el Mar de Azov hasta Crimea (bit.ly/3xhDUik).
No sólo lo que se anunciaba como una “reunificación pacífica de un solo pueblo” se tornó una recolonización violenta con las masacres típicamente coloniales (Bucha et al), sino que el restablecimiento de aquella franja colonial, conquistada en su tiempo por Catalina la Grande, la sucesora de Pedro, en los terrenos ex otomanos en su “misión civilizatoria” y colonizadora −materializada en las expulsiones y en el borramiento de los nombres tártaros sustituidos por los (neo)griegos: Melitopol, Mariuopol, etcétera−, resaltó el filo neocolonial de esta guerra. Una conquista colonial que va de la mano con los objetivos geopolíticos de Putin −retomar el control del espacio postsoviético: es en el Kremlin donde están los más arduos lectores de Brzezinski (“sin Ucrania, Rusia dejará de ser un imperio”)−, u otras motivaciones internas.
Aun así, en un plano retórico, mientras se achicaban los objetivos de Rusia, sus dirigentes (Medvedev, Lavrov) empezaron a agrandar su agenda global presentando la invasión como... “una lucha por la descolonización” (sic), “en contra de la globalización occidental” (bit.ly/3NBHivc) y “para liberar al mundo de la opresión neocolonial del occidente basada en racismo y la ‘excepcionalidad’” (bit.ly/39nUEw9). No obstante, más allá de lo obvio −la permanencia de un orden neocolonial/racista occidental−, hay que resistir los, presentes en alguna parte de la izquierda, intentos de ver a Rusia como una “víctima del colonialismo” cuando claramente es un “perpetrador” que se hace de este tipo de discurso para tapar sus crímenes. Rusia no es una submetrópoli sometida a la dominación foránea ni una semicolonia; es uno de los principales actores internacionales involucrados en la disputa colonial/imperial, aunque esté en declive (bit.ly/3aMMwFK).
Así que cuando Francis Fukuyama –“la invasión de Putin es tan chocante que parece él sigue viviendo en el siglo XIX colonial” (on.wsj.com/3Mx3xkE)−, Timothy Snyder –“Putin invadió a Ucrania para hacer de ella su colonia” (bit.ly/39kOUmX)−, Anne Applebaum (bit.ly/3QbhGai) o Ivan Krastev (nyti.ms/3O7Bt8Q) fustigan al colonialismo ruso, no hay que rechazar este análisis, sino abrazarlo con toda la consecuencia. Criticando por igual al colonialismo y a las invasiones/masacres perpetradas o financiadas por el Occidente: Yemen, Chad, Mali, Sudan et al, y lo hecho por Rusia. Abrazarlo hasta los límites descolonizadores en cuanto a Rusia −una entidad multinacional-colonial cementada hoy solamente por el autoritarismo de Putin−, y en cuanto a Ucrania respecto, por ejemplo, a la cancelación de su deuda externa neocolonial (bit.ly/36MBNJW).
Una de las razones para el fracaso de los planes iniciales de la invasión, es que buena parte de las fuerzas rusas están compuestas por “carne de cañón colonial”: soldados de las minorías étnicas de provincias remotas (Buriatia, Tartaristán, etcétera), mal pagados y mal motivados para quienes el ingreso del ejército contratista es una de las pocas oportunidades económicas. En este sentido llamados a la descolonización de Rusia, provenientes, entre otros, de la izquierda ucrania sensible a la situación interna rusa que apuntan a esto −y hacen de paso referencia a cómo la guerra perdida con Japón desencadenó la revolución de 1905−, tocan un punto neurálgico (bit.ly/39i3J9K). Pero cuando provienen de sectores atlanticistas que se presentan a sí mismos como un “salvador externo”, se ve sólo la repetición de los viejos clichés coloniales (bit.ly/3aM2hNd, bit.ly/3NFsJH6).
En la rivalidad imperial de las potencias de hoy la diferencia entre los impulsos coloniales no es tan grande como podría parecer.