Ciudad de México. María O’Higgins, abogada y fundadora de la primera Defensoría de Oficina de las Mujeres en los años 50, en Monterrey, y fallecida el 20 de diciembre de 2021, a los casi 102 años, explicó a los amigos que la visitábamos en su casa de la calle Xochicaltitla: “Soy mujer de pasiones, y a veces tiene uno encuentros extraordinarios”.
Pablo O’Higgins fue su encuentro extraordinario, por eso, María se convirtió en la guardiana de los dones del gran pintor y grabador, quien asentó una y otra vez durante todos los años de su vida: “Mi obra es para el pueblo de México”.
Pablo O’Higgins vivió primero en una azotea del Centro, como Rufino Tamayo hizo con María Izquierdo. En esas calles se codeó con los mexicanos a quienes pintaría: los estrelleros, los aprendices de filosofía, los corre ve y dile, las lavanderas, la gente que lo saludaba: “¡Adiós, güerito!”, “¡Cuídate, te vas a tatemar!”, “¡Que todo te salga bien, pelos de elote!” Los suyos eran los que lo testereaban en los mercados, los chicharroneros, las lavanderas con su bulto de ropa blanca en la cabeza. Pablo era más indulgente con ellos que con él mismo.
Pablo decía que todos los niños del mundo eran sus hijos. Los quería, pero no para él. A quien más quiso fue a Leopoldo Méndez, hombre niño, grabador, pintor y gran conocedor del alma humana, sobre todo del alma de Micaela, el gran amor de sus años finales.
Pablo, alto y rubio; Leopoldo, moreno; verlos juntos era ver a dos árboles que caminan, dos surcos que abren la tierra, dos ríos que avanzan. Verlos caminar hombro con hombro era un espectáculo: los dos del mismo alto, los dos perfectos ejemplares que recogió el gran crítico de arte alemán Albe Steiner en sus enciclopedias publicadas en Milán en los años 30 y 40. Es muy probable que esos libros contribuyeron a que México se convirtiera en una meca del arte durante la Segunda Guerra Mundial, ya que muchos artistas se refugiaron entre nosotros.
–¿Qué está usted haciendo, maestro? –preguntó a Pablo una muchacha cuando lo vio de pie, pincel en mano, trazar una línea sobre una pared.
–Pinto para el pueblo.
–¿También para mí?
–Claro que sí.
Hombre de convicciones, O’Higgins cubrió muchos muros de México con rostros de mujeres, obreros, manos de campesinos, de hombres que cargan su machete para cortar caña y pencas de maguey, manos de tlachiqueros, manos de ladrilleros. “Esto es para el pueblo de México” –dijo a su impresor, José Sánchez, quien, al igual que él, vivió entre la gente al lado de su hermano del alma Leopoldo Méndez.
Pablo fue uno de los pilares del Taller de Gráfica Popular que tanto luchó contra el fascismo. Desde el primer instante se entregó a los que nada tienen. Por eso estaría horrorizado al enterarse de que su herencia corre el riesgo de no destinarse al pueblo de México, al que retrató, amó y, a todas luces, entregó su vida.
“Mi obra es para el pueblo de México.”
El crítico Luis Cardoza y Aragón escribió alguna vez que Diego Rivera y Frida Kahlo eran el Popocatépetl y la Iztaccíhuatl, el paisaje de México; debería haber añadido que Leopoldo Méndez y Pablo O’Higgins eran el día y la noche de todos los rebozos, todos los ayates, los mandiles. Los dos se convirtieron en un pedacito del inmenso rompecabezas del México de los años 20, de los 30, el México más generoso y creativo al que esperamos regresar algún día, cuando todos caminemos por la calle con una flor en la mano para ver a quién se la regalamos.
“Mi obra es para el pueblo de México.”
Al igual que su admirado José Guadalupe Posada, Pablo y Leopoldo dibujaron y grabaron en blanco y negro en las placas o piedras que José Sánchez –con un solo brazo– preparaba en el Taller de Gráfica Popular, pero a diferencia de su hermano grabador cubrió varias telas de pintura.
“Mi obra es para el pueblo de México.”
En uno de sus viajes a Monterrey, conoció a María de Jesús de la Fuente, “Jesusita O’Higgins” y se casó con ella. María supo resguardar su obra y cubrir los muros de su casa en Xochicatitla de trazos ágiles, nerviosos, que reflejan no sólo a los campesinos, sino a pescadores que salen al amanecer en su barco de vela.
A instancias de la notable actriz y activista social Jesusa Rodríguez, Lucina Jiménez, antropóloga e integrante de la cátedra de la Organización de Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco, por sus siglas en inglés) de Políticas Culturales y Cooperación de la Universidad de Gerona, crítica de arte y actual directora de Bellas Artes, puso a disposición de María O’Higgins todo lo necesario para su protección y su vida diaria, pero, por desgracia, María nunca firmó el testamento que cumplía con el deseo de Pablo: “Mi obra es del pueblo de México”.
Lo sorprendente en el caso O’Higgins es que María de Jesús de la Fuente, abogada experimentada no haya cumplido con el testamento de Pablo O’Higgins, quien dejó en sus manos la ejecución de su legado. “Mi obra es para el pueblo de México”.
Resulta que parientes de María reclaman una herencia que Pablo especificó una y otra vez que era para el pueblo de México. Desperdigar su obra en vez de cuidarla y conservarla en un museo, en un barrio popular, le habría causado a O’Higgins la mayor decepción de su vida, habría sido su muerte. A él lo hacía feliz ver a un niño detenerse ante uno de sus magueyes, abierto con primor por las manos de un tlachiquero que saca el aguamiel que pronto se convertirá en pulque curado de fresa, de piñón, de cacahuate y de guayaba.
Pablo murió seguro de que su viuda cumpliría su testamento a carta cabal. No defraudar ni traicionar su última voluntad es lo que nos toca a nosotros y al actual gobierno de México.