Pensemos que, el 11 de diciembre de 2006, cuando Calderón decide decretar una guerra contra el crimen organizado, el índice de homicidios tenía una tendencia a la baja de 20 por ciento en la última década. Los delitos a la alza eran los que tienen causas en la desigualdad: asalto, robo, y secuestro. Que, luego de tres años de guerra, había ya un asesinato cada hora. Pensemos que esa guerra que se justificó como “recuperación de territorio por parte del Estado” y “para que la droga no llegue a tus hijos”, fue encabezada por quien ahora sabemos que trabajaba para el cártel de Sinaloa, Genaro García Luna; que su principal negociador entre grupos criminales era el ex integrante de la Brigada Blanca contra las organizaciones sociales y las guerrillas de los años 70, Mario Arturo Acosta Chaparro, que había sido detenido en 2000 por sus nexos con Amado Carrillo, El señor de los cielos, y condecorado en 2008 por su “patriotismo, abnegación, dedicación y espíritu de servicio a las instituciones”.
Pensemos, entonces, en una guerra que despertó imágenes insólitas de decapitados, colgados de puentes, narcomensajes, miles de “daños colaterales”, es decir, inocentes y la exigencia, en enero de 2010, fraguada por el monero Rius, que pronto llegó a ser mayoritaria: “No + Sangre”. Hoy está claro que Calderón lanzó una guerra que no tenía como objetivo la seguridad, sino dirigir a los grupos criminales desde la silla presidencial y, quizás, atacar regiones del país que contuvieran gérmenes de defensa del territorio. Entonces, ¿por qué sigue existiendo la idea de que, si no se asesina en las calles, no se tiene seguridad pública?
Hay un antecedente vergonzoso de esta ideología que postula que, para que haya seguridad en el país, tiene que morir una parte de sus habitantes. Ya casi nadie se acuerda de ella, pero existió una marcha multitudinaria convocada por las cámaras de empresarios, los medios de comunicación corporativos y las organizaciones civiles “contra la delincuencia”, que demandó la pena de muerte y la militarización del país. Se llevó a cabo en varias ciudades, vestida de blanco, el 27 de junio de 2004. La UNAM, con José Narro como rector, quiso rendirle homenaje a esa marcha en la Casa de Lago en 2014 y hasta ahí el secretario de Gobernación, Osorio Chong; el jefe de gobierno del DF, Miguel Ángel Mancera, y el propio presidente, Peña Nieto, enviaron cápsulas del tiempo para que fueran enterrados sus buenos deseos para el futuro. Como testigos, Amparo Casar, Claudio X. González, y Roy Campos. La idea detrás de esa marcha, le permitió a Calderón asumir que existía la demanda de guerra o a Peña Nieto decir en la Ibero que “repetiría Atenco si fuera necesario”. ¿De dónde viene esa idea?
Proviene de una ficción del antiguo régimen priísta y panista de que existe una “mayoría silenciosa” que exige la estabilidad, el continuismo y la tradición colonial con su cauda de clasismo racializado, a pesar de que para ello sufran o mueran otros que no he visto en mis alrededores. Pero va más allá. Tiene una raíz en la convicción católica de que el Mal existe como esencia, y no como malas acciones y las circunstancias que las convocan. Si uno cree que hay personas malas en esencia, que han comido más de la manzana aquella, entonces es muy fácil terminar con su perversidad: ejecutarlas. Eso pensaron los cruzados Calderón y Peña, y hoy que algunos claman por más muertos ante el índice de muertos, vale la pena repasar al filósofo de la violencia del Estado como único camino para hacer el Bien, Iván Ilyín, el enemigo de León Tolstoi.
Escribió en su exilio en Alemania en 1925, Resistencia al mal por la fuerza, instalado en la extrema derecha monárquica, clerical, y antibolchevique. Consideraba el pacifismo de Tolstoi como un cristianismo débil que servía por su piedad y empatía a los intereses del Mal. Si se reconocía que la propensión espiritual de todos era el Mal, había que hacerlo consciente y no pensar que se trataba de libertad. Si no se convencía al malo, entonces el Bien debía imponerse en contra de los deseos y derechos del otro, por medio de la tortura y la muerte. El amor al prójimo de Tolstoi le repelía porque “no es un amor para mejorar al otro, sino sólo para protegerlo del sufrimiento”. El dolor –sostuvo siempre Ilyín– engrandecía a los seres humanos y su expresión política era la “aplicación de la ley”. Ese amor prevalecía incluso “cuando tu amado ha dado su último suspiro”. Y el Bien, por supuesto, residía en un Estado que, cuando no podía sostener el orden legalmente, no vacilaba en recurrir a la coerción por la vía policiaca y militar. Era por puro amor. Dirían los ex presidentes mexicanos: por la necesidad de “que la droga no llegue a tus hijos”.
A diferencia del estalinismo, las ideas del Bien por la fuerza de Ilyín no suponían un Estado para el progreso ni un “hombre nuevo”, sino sólo la continuidad de lo que siempre había existido: la monarquía de la ortodoxia rusa, el hombre de la caballería medieval y la resistencia ante el cambio social. En nombre del Bien se podían cometer atrocidades: “La fe en el Bien es una disciplina que permite a sus guerreros entender por qué el enemigo en una batalla o el rebelde en una insurrección deben ser exterminados.” Así, Iván Ilyín llega a su conclusión más peligrosa: la ley es moral. Una idea que subyace a lo que oímos todos los días en los medios: “la ley es la ley” o “la ley no se consulta, se aplica”. Si la ley es el Bien por escrito, entonces la desobediencia civil, los legisladores electos para modificarla y las consultas populares son obra del Mal.
Iván Ilyín apoyó el fascismo de Hitler, Mussolini, Salazar y Franco hasta su muerte en 1954. De ellos dijo que “habían conseguido un indulto para Europa del bolchevismo”. En su juventud, Ilyín había sido de los socialdemócratas que apoyaron la revolución de 1905 pero, como todos los liberales cuando se enfrentan a un proyecto de izquierda, se decantó por el fascismo. Creo que es así como debemos mirar el fraude electoral de 2006 y la cauda de muerte que le siguió. Ante la izquierda, los liberales siempre apoyarán al fascismo. Y eso nos sigue estremeciendo.