Colombia, Ecuador y Chile nos muestran procesos recientes relativamente similares. Gobiernos de la derecha neoliberal enfrentados por grandes revueltas populares de larga duración, que abrieron brechas en la dominación y pusieron en jaque la gobernabilidad. El sistema político respondió encauzando la disputa hacia el terreno institucional, con beneplácito y entusiasmo de las izquierdas.
Durante las revueltas se fortalecen las organizaciones de base y se crean nuevas. En Chile, más de 200 asambleas territoriales y más de 500 ollas comunitarias en Santiago cuando se declara la pandemia. En Ecuador el Parlamento Indígena y de los Movimientos Sociales, con más de 200 organizaciones. En Colombia decenas de “puntos de resistencia”, territorios libres donde los pueblos crean nuevas relaciones entre ellos.
Los resultados de la opción institucional suelen hacerse visibles tiempo después, cuando la potencia de los levantamientos empieza a desfibrarse y casi no quedan organizaciones de base. El Parlamento ecuatoriano ya no funciona. Las asambleas chilenas se han debilitado en cantidad y participación. Igual sucede en Colombia.
El caso de Chile es el más dramático, ya que toda la potencia de la revuelta fue pronto neutralizada con la firma de un acuerdo para una nueva Constitución, aunque sabemos que el objetivo final era sacar a la población de las calles, porque es la amenaza principal para el dominio de las élites económicas y políticas.
Chile es el único de esos tres países en que el proceso electoral coronó a alguien que dijo representar la revuelta, el actual presidente Gabriel Boric. ¿Qué más se podía pedir? Un joven que fue activo en la protesta estudiantil y que forma parte de la “nueva” izquierda agrupada en torno al Apruebo Dignidad.
Es la mayor decepción imaginable, para quienes apostaban a un cambio gestionado desde arriba en ancas de la protesta. Fue Boric quien firmó el pacto con la derecha y el centro, con la elitista clase política, para convocar la constituyente. Fue quien dijo una y otra vez que las cosas cambiarían con su gobierno y prometió desmilitarizar territorio mapuche, Wall Mapu.
Dos meses después de asumir la presidencia decidió establecer el estado de excepción en esas tierras. Igual que Sebastián Piñera, el presidente derechista odiado por medio Chile. Igual que todos los gobiernos anteriores, incluyendo por supuesto al régimen de Pinochet.
El estado de excepción se dirige contra el activismo mapuche que recupera tierras y sabotea a las empresas extractivas que destruyen la madre tierra. En particular, se dirige contra la Resistencia Mapuche Lavkenche (RML), Coordinadora Arauco-Malleco (CAM) y Liberación Nacional Mapuche (LNM), así como contra organizaciones de resistencia territorial autónomas.
La ocupación militar de la Araucanía responde al pedido de camioneros y latifundistas. Para Héctor Llaitul, dirigente de la CAM, es “la plena expresión de la dictadura militar que nosotros, los mapuche, siempre sufrimos”; en tanto la RML considera que “Boric dejó las nuevas políticas represivas en las manos del Partido Socialista, con el aval del crimen organizado” (https://bit.ly/3lYSpSC).
Sólo cabe agregar que el área económica fue entregada a uno de los más destacados defensores del neoliberalismo y la ortodoxia económica, Mario Marcel. No habrá cambios. Apenas maquillaje. La popularidad de Boric se despeñó: 57 por ciento lo desaprueban, sólo dos meses después de asumir (https://bit.ly/3x2dkcz).
Lo de Chile no es la excepción, sino la regla. Algo similar sucede en Ecuador, aunque la presidencia la ganó el derechista Guillermo Lasso. En Colombia, lamentablemente, el movimiento social se entrampó en las urnas al desorganizar sus propios territorios urbanos. Algunas reflexiones.
Primero: la política electoral depende mucho más del marketing que de programas y propuestas. Así como el consumismo es una “mutación antropológica” (Pasolini), el marketing electoral remodela de arriba abajo los mapas y las conductas políticas.
Dos: el poder, el verdadero poder, no nace de las urnas ni está en los parlamentos ni en los gobiernos, sino lejos de la visibilidad pública, en el capital financiero ultraconcentrado, en el 1% invisible que controla medios de comunicación, fuerzas armadas y policiales, gobiernos de cualquier nivel y, sobre todo, a los grupos ilegales narcoparamilitares que rediseñan el mundo.
Tres: los gobiernos electos no pueden –en el hipotético caso de que lo intentaran– tocar los intereses de los verdaderos poderes y de los poderosos. Ellos están blindados detrás de varios ejércitos, estatales y privados, de un opaco sistema judicial y de los grandes medios.
Cuatro: se trata de tomar otros caminos, no de insistir en los que ya sabemos que no conducen más que a relegitimar lo existente y a debilitar los mundos otros que nacen. No disputar el poder de ellos (ni su salud, ni sus medios, ni su educación). Crear lo nuestro. Y defenderlo.