¿Cómo explicar la incontenible ola de actos criminales en Estados Unidos? Es una pregunta que se hacen quienes han perdido seres queridos en las más de 693 balaceras que han ocurrido tan sólo durante el año pasado. El problema es grave, pero cuando 19 niños de apenas 7 a 11 años y dos maestras fueron las víctimas, como aconteció en una escuela primaria de Texas, no hay explicación alguna que atenúe el inmenso dolor de padres, hermanos familiares y amigos en un día que será sombrío para siempre. En lo que va del año, 27 tiroteos han tenido como escenario centros educativos.
En 2020, aproximadamente 45 mil personas murieron o fueron heridas por armas de fuego; de ellas, 5 mil fueron niños y jóvenes (cifras del Pew). En lo que va de 2022, unas 17 mil personas de todas las edades han sido víctimas de la violencia armada (Gun Violence Archive). Estados Unidos encabeza por mucho el número de incidentes con armas de fuego entre los países desarrollados. La estadística es horrenda, pero en el fondo hay algo peor: los asesinatos masivos se han vuelto costumbre en una nación incapaz de detenerlos. Las causas son múltiples y diversas: desequilibrio mental, revanchas gansteriles, racismo, drogadicción, etcétera. En las encuestas de opinión, la criminalidad encabeza una de las principales preocupaciones y malestares de los ciudadanos.
En un país en el que la división social es tan profunda, más allá de soluciones, se busca explotar políticamente esas matanzas y el villano favorito es el presidente. Se le acusa de incapacidad de detener la violencia e incluso de atizarla, cuando declara que una de las causas de la violencia armada se refiere a las bandas criminales de supremacistas blancos y facciones racistas incrustadas en la sociedad. Es muy posible que esa sea sólo una de las causas, pero cada vez son más quienes coinciden que es el libertinaje en el trasiego de armas que muchos estadunidenses defienden como un derecho labrado en piedra en su Constitución. Los argumentos son bien conocidos y no hay que repetirlos; se sustentan en la famosa Segunda Enmienda constitucional que, en una coyuntura específica en condiciones históricas totalmente diferentes a las actuales, estableció el derecho a comprar y portar armas sin ninguna restricción.
Se creyó que la gravedad del problema había llegado a su límite cuando en 1999 fueron masacrados 24 estudiantes en Colorado, o el día en que 20 niños y seis adultos corrieron la misma suerte en 2012 en una primaria de Connecticut; o en 2017, cuando un individuo asesinó a 58 personas desde la ventana de un hotel en Nevada. Y sólo unos días antes en Buffalo, 10 afrodescendientes fueron victimados en un supermercado por un joven supremacista blanco. Pero ni esas u otras matanzas fueron suficientes para detener los tiroteos. A los reiterados llamados de los ciudadanos exigiendo una ley restrictiva, los fabricantes y vendedores de armas formaron una coalición con sus representantes en el Congreso para boicotearla y avalar que incluso personas de 18 años puedan adquirir pertrechos de alto calibre, como el joven que asesinó a los 19 niños en Texas. El presidente Joe Biden no escatimó palabras para denunciar a quienes se han opuesto a dicha ley, pero en el colmo del cinismo, los que la han rechazado lo culpan hoy de ser incapaz de detener esa violencia. No hay que ser adivino para pronosticar que, desgraciadamente, a la vuelta de la esquina asoma otro tiroteo en el que seres inocentes perderán la vida nuevamente.
No escapa al observador que, a diferencia de otros países en los que gran parte de las matanzas ocurren entre individuos de bandas rivales, en Estados Unidos los ciudadanos indefensos que no militan o pertenecen a ningún grupo o banda delictiva son las víctimas. El gobierno estadunidense emite alertas para evitar viajes a regiones en las que priva la violencia entre bandas rivales. ¿Lo hará también en el caso de aquellos estados de su territorio en donde quienes portan armas tienen libre albedrío para usufructuarlas y asesinar sin razón alguna?