Aunque tímidamente, la idea de la posibilidad de una segunda guerra fría surgió en la prensa occidental durante la crisis de Ucrania en 2014. Las sanciones económicas que impuso Occidente a Rusia después de la anexión de Crimea evocaban, de alguna manera, el congelamiento de las relaciones económicas característico del orden bipolar que privó al conflicto entre Estados Unidos y la Unión Soviética durante cuatro décadas. No se han estudiado con detalle los estragos que produjeron esas sanciones en la economía rusa. En tan sólo dos años, el PIB descendió 25 por ciento, el desempleo aumentó 17 por ciento y centenares de empresas locales se fueron a la ruina. Fue Angela Merkel quien supo lidiar con un reorden europeo que, distanciándose de Estados Unidos, logró mantener las relaciones abiertas con Moscú. El establishment ruso jamás olvidaría el efecto devastador de esa primera ola de sanciones, y a partir de 2015 empezó a prepararse masivamente para una segunda confrontación. La que hoy observamos a raíz de la intervención militar en Ucrania.
La siguiente ocasión que el término de la guerra fría cubrió a los análisis políticos del momento ocurrió durante el conflicto entre la Casa Blanca y Pekín en la administración de Donald Trump. La batalla de los aranceles, el intento de desacoplar a China de la economía europea, las cancelaciones tecnológicas trajeron de nuevo el fantasma. Finalmente, China derrotó a la política de Trump, y Occidente descubrió que dependía mucho más de la fábrica china que China de los mercados europeos.
Sin embargo, nunca habíamos estado tan cerca de una nueva edición de otro tipo de bipolaridad como la que hoy se vive a raíz de la guerra entre Rusia y Ucrania. El tsunami de sanciones económicas ha desacoplado prácticamente a la economía rusa de sus contrapartes occidentales –con excepción de las exportaciones de gas y petróleo–. La Organización del Tratado del Atlántico Norte continúa su expansión y se refuerza cada día –ahora con presupuesto alemán–. Una vez más, tanques germanos disparan contra soldados rusos. El intento de aislar a Moscú alcanza a la mayor parte de los organismos internacionales y la rusofobia ha creado ya, en el imaginario europeo, el fantasma de un enemigo mortal.
Washington decidió repetir una estrategia que, hace 40 años, le rindió evidentes frutos. Sin embargo, la situación no resulta tan sencilla. La guerra en Ucrania no parece favorecer la estrategia estadunidense. La Casa Blanca cometió acaso un error largamente anunciado y muchas veces reiterado: nunca enfrentes a Rusia por tierra. Las tropas rusas ocupan ya el este del país, el ejército de Volodymir Zelensky dista de mostrar la cohesión de los primeros días, las deserciones se multiplican, la emigración de jóvenes es irreversible y la situación económica se ha vuelto más que precaria. Tan sólo el bloqueo de las exportaciones de trigo y del transporte del gas ruso han derrumbado el PIB de Ucrania en 60 por ciento. ¿Cuánto tiempo resistirá Kiev? El ejército ucranio es de leva obligatoria y además los soldados reciben paga. La mayor parte de la población rechaza la invasión, pero no ve en la oligarquía que representa Zelensky una razón necesariamente suficiente para soportar los sacrificios.
Por su parte, Europa ha empezado a dudar de la estrategia del Pentágono. Hoy la mayor parte de sus fuerzas políticas empiezan a orientarse por una solución diplomática. El costo de las sanciones sobre la propia economía europea está causando estragos. Washington podría quedar aislado. Lo cierto es que, a diferencia de lo que sucedió en el siglo XX, ya no cuenta ni con la economía ni con los grandes relatos para mantener en marcha a la maquinaria europea. Por lo pronto, ni siquiera puede abastecerla con gas.
La realidad es que la nueva ola de sanciones a Rusia no ha afectado sensiblemente a su economía. Por el contrario, en binomio con China, parece orientarse a una nueva definición de fronteras con Occidente. Tampoco parece intimidarle la posibilidad de un aislamiento prolongado. Ya pasó por eso, ahora tiene otras salidas.
Una nueva guerra fría sería muy distinta a la primera. No estaría entrecruzada por el choque de ideologías, sino por los grandes relatos nacionales –o, si se quiere, nacionalistas–. Pekín no promovería revoluciones ni cambios de régimen, sino tan sólo la expansión su economía. Y el destino de Rusia es incierto. De facto, las sanciones occidentales expropiaron a su oligarquía, y Putin podría aprovechar la situación para reorientar todo el modelo económico interno. Sin embargo, Occidente provocó un agravio difícil de enmendar: la rusofobia hirió muchos de los hilos más sensibles del actual imaginario ruso. Eso que derribó a la Unión Soviética, las expectativas y los fetiches de la modernidad europea, son hoy vistos, por una parte considerable de la población rusa, como una suma vacía de promesas fatuas.
En realidad, todo depende del desenlace de la guerra en Ucrania. Lo que Estados Unidos ha descubierto es que ya no es capaz de ostentar una hegemonía unipolar. Lo demás son preguntas abiertas.