Todo vuelve, pero deteriorado, como farsa o ironía. Con razón denunciamos el poder del espectáculo y la enajenación total de la vida privada y pública que el mundo nuevo interconectado nos entrega. Las plataformas tecnológicas logran un control incluso más férreo del que pueden ejercer los estados, las ideologías o las iglesias juntos. Un control con cara simpática, colorido y burbujeante, pero que rige en la oscuridad con mano implacable.
No hay ninguna novedad en ello. El feudalismo era eso. Cualquier usuario de un software o una red social llega a un momento clave que es el del “acepto”, y si no lo hace, queda excluido de los grandes espacios donde vive la gente. Si lo hace, aprueba todas las condiciones que le impone el señor del aire, como antes se sometían los campesinos al señor de la tierra. Tú, yo y todos los que estamos en Internet pertenecemos al dueño de una gran comarca, a sus normas, a sus espacios que hay que “actualizar” permanentemente y que se queda con pedazos nuestros que luego vende al mejor postor.
Google acaba de anunciar que está implementando los perfiles personalizados en su aplicación destinada a ver películas, programas de televisión y series, Google Tv, lo que significa que los televisores “inteligentes” se podrán vincular con una cuenta de usuario y la plataforma le ofrecerá recomendaciones de películas y programas y servicios del asistente. Lo que no dicen es que los discursos que nos hablan de personalización, optimización y mejora, esconden modelos de negocio que tienen poco que ver con nuestras prioridades, y mucho con una industria de datos personales que espera encontrar en nuestros hábitos de consumo el santo grial de las ganancias del futuro.
Digitalizarlo todo es una forma fácil de ganar terreno, de agrandar la casa. Cualquier cosa del mundo analógico es una mina de oro en potencia, algo que se puede convertir en datos para luego comercializar. Por eso Facebook ha sacado al mercado unas gafas con Ray-Ban que tienen cámara y micrófonos integrados. Más captura de datos. Por eso el nuevo sistema operativo del iPhone puede digitalizar texto y números desde una imagen, puede escanear edificios para que sean reconocidos en la aplicación de mapas, tiene algoritmos que pueden identificar objetos en un video en tiempo real y hace posible convertir fotos en modelos en 3D para usarse en la realidad virtual. Por eso Microsoft está proponiendo una plataforma que crea avatares tridimensionales para tener reuniones más interactivas. Por eso Facebook insiste en su Metaverso.
Las grandes plataformas y sus entornos digitales son bienes inmobiliarios intangibles, fortalezas “medievales” que colonizan el ciberespacio y crean monopolios depredadores, que cada vez que pueden adquieren a la competencia y empresas complementarias. Apple compró al asistente virtual Siri, Facebook se tragó a Instagram y WhatsApp por 15 mil millones de dólares –el valor de sus 450 millones de usuarios– y Google devoró a YouTube. Todas pugnan por la recolección de datos del mercado global de consumidores, que tiene un valor superior al del petróleo.
La sociedad “personalizada” está articulando infraestructuras de captura de datos y preferencias personales cuyo impacto va mucho más allá de lo razonable. Las plataformas tienen el poder de persuadir a millones para que vean lo que quieren los anunciantes, compren lo que no necesitan, odien o amen a personas que no conocen, voten por gente nefasta, actúen a conveniencia de otros. Al final, todos subordinamos nuestros derechos y pagamos un diezmo, y cuando los señores feudales de Silicon Valley no están contentos, nos dan una patada y nos condenan sin titubear a la pena máxima de la expulsión del paraíso virtual.
Los nuevos imperios tienen aires de modernidad, pero son el eterno retorno de una vieja historia. En Guatemala, las líneas de tu mano, el escritor guatemalteco Luis Cardoza y Aragón describía la garra colonial española con una frase imponente: “Las iglesias son en el paisaje como clavos para fijar la piel, secándose al sol, de la pieza cobrada”. Años después, Juan Marinello (1898-1977), intelectual cubano que dejó una obra ensayística memorable, actualizó esa frase: “Ahora las torres de las explotaciones petroleras, pequeñas iglesias metálicas, son los nuevos clavos en el ancho paisaje americano. Y en otros parajes igualmente desdichados”. Hoy esos clavos son los celulares y están en todas las manos. La historia se repite.