El martes pasado, un joven de 18 años entró a una escuela primaria de la localidad de Uvalde, Texas, y asesinó a 19 niños de entre ocho y 10 años, así como a dos profesoras, antes de ser abatido por un agente de la Patrulla Fronteriza que estaba cerca cuando comenzó el tiroteo. Al menos 15 personas resultaron heridas y fueron trasladadas a hospitales. De acuerdo con el gobernador de la entidad sureña, Greg Abbott, el atacante, Salvador Ramos, habría avisado de sus planes minutos antes de llevarlos a cabo en su cuenta de Facebook, y antes ya había advertido a una desconocida en Instagram.
La masacre conmocionó a la sociedad estadunidense por tratarse del ataque más mortífero perpetrado en un centro escolar desde la matanza de Sandy Hook en Connecticut en 2012, así como por producirse apenas 10 días después de que otro joven de la misma edad que Ramos, Payton Gendron, matara a 10 personas e hiriera a otras tres en un supermercado de Buffalo, Nueva York. Este crimen presentó dos elementos que lo volvieron incluso más inquietante: que estuvo inspirado y motivado por el odio racial y el supremacismo blanco, y que Gendron lo transmitió en vivo a través de la red social Twitch.
Tales acontecimientos no pueden desligarse de la fiebre por la posesión de armas de fuego que padece la población de nuestro país vecino del norte. Como dio a conocer La Jornada a inicios de mes, en las pasadas dos décadas prácticamente se triplicó la producción anual de armas de fuego destinadas a civiles, la cual pasó de 3 millones 854 mil 439 rifles, pistolas y escopetas, en 1996, a 11 millones 497 mil 441 en 2016. Pero no sólo se fabricaron más armas, sino que también se adquirieron del exterior a un ritmo acelerado: en 2020 se importaron 6 millones 831 mil 376 armas, seis veces más que el millón 97 mil correspondiente a 20 años antes. Semejante fijación por estos dispositivos ha hecho de Estados Unidos la única nación del mundo con más armas en manos de civiles que personas, con 120 de estos instrumentos por cada 100 habitantes. De acuerdo con la organización Small Arms Survey (SAS), los estadunidenses poseen 393 millones de los 857 millones de armas civiles que existen en el mundo.
Sin embargo, la manía por poseer armas de fuego no puede explicar por sí sola la espantosa recurrencia de un fenómeno como los tiroteos masivos, definidos por el Archivo de la Violencia (GVA, por sus siglas en inglés) como un evento en que cuatro o más personas resultaron muertas o heridas por este tipo de armas, y de los cuales ya van al menos 212 este año, casi 1.6 al día. Aunque el libertinaje con que se adquieren y usan desde pistolas pequeñas hasta rifles de asalto facilita sin duda las explosiones de violencia, éstas sólo pueden entenderse en el contexto de una inocultable crisis de salud mental y de un pésimo ejemplo por parte del aparato de Estado, el cual, en su actuación cotidiana frente a la comunidad internacional, enseña a sus ciudadanos que el empleo de la fuerza letal es la respuesta a cualquier diferendo y el medio natural para alcanzar sus objetivos.
Tras conocer la tragedia de Uvalde, el presidente Joe Biden clamó: “¿Cuándo, por el amor de Dios, nos vamos a enfrentar al lobby de las armas?” No está de más recordar al mandatario y a la sociedad estadunidense que México enfrenta a esos cabilderos mediante una demanda contra 11 empresas fabricantes de armamento por “diseñar y fabricar armas de guerra, y comercializarlas de una manera que saben que provee de manera rutinaria a los cárteles de la droga en nuestro país” y que, de prosperar, ese pleito judicial podría sentar las bases para la introducción de reformas al marco legal que pongan freno al desbocado e inmoral comercio de armas. Está claro que, si es sincero en su deseo de acotar el poder del sector armamentístico, Biden debe encontrar en México un aliado natural y secundar la iniciativa impulsada por las autoridades mexicanas en cortes estadunidenses.