Con una dosis eficaz de ironía y sarcasmo, allá por la mitad de la década de 1990 el economista italiano Giorgio Ruffolo dijo –seguramente a punto de la carcajada–: “Sí, el capitalismo tiene los siglos contados”. Su dardo iba dirigido a los críticos de ese sistema socioeconómico, en quienes veía una propensión incurable a mirar el mundo con una enorme carga dramática; para ellos el apocalipsis estaba a un paso, el mundo se caía a pedazos.
El aguijonazo de Ruffolo procede de cuando los beneficiarios del capitalismo se vieron solos y amos del mundo con el eclipse de la URSS. Aunque el panorama les sonreía, lejos de sus certezas el capitalismo estaba dejando de ser una organización económica que salvaguardara el futuro para sus beneficiarios, los empresarios capitalistas.
El pragmatismo positivista e inmediatista siempre ha estado reñido con el entendimiento efectivo de las cosas. No es extraño que su visión quedara confirmada con el hecho real de que nunca esos beneficiarios se enriquecieron tanto como a partir de los años 1990 en que el neoliberalismo transitaba, de postularse como una política económica global, a dominar el escenario social y político con una cosmovisión y una forma de razón gobernante que, como tal, pudo moldear las actividades de la vida de todos, desde la educación y la organización de la salud, a la forma en que pensamos y organizamos el ocio. Nada se le escapó.
Mientras el valor agregado anual de las economías de Occidente apenas avanzaba –peor aún después de 2008–, la parte de ese valor que fue apropiada por los beneficiarios de siempre creció con celeridad, construyendo la extrema desigualdad del presente en el mundo. En ese enriquecimiento de los de arriba jugó de modo profundo la financierización de las economías, la desregulación del dinero y la banca, y la increíble concentración inmobiliaria asociada a esos hechos. Es decir, ese valor inmenso recibido por los beneficiarios no surgió de la creación de un valor creciente, resultado de la inversión capitalista en la producción, sino del traspaso de valor desde todos los sectores sociales, hacia los de arriba, a través de los mecanismos de la deformidad financiera. Pero, esa artimaña está impedida de ser eterna. Es en este sentido que el capitalismo hace tiempo que dejó de ser certeza de futuro para sus beneficiarios. Sin embargo, la deformidad financiera y su rentismo extractivista es en la actualidad la forma de gobierno de la razón neoliberal. Cuando tantos quieren ser rentistas, la economía pierde su papel de fuente de vida para todos.
El ideario neoliberal postuló el desmantelamiento del Estado social, la desregulación, la privatización de todo, los impuestos regresivos y la repulsión por los bienes públicos, en favor de empresas privadas. En los hechos, ese no era un ideario antiestatista. A lo que se opusieron los nuevos liberales, es al Estado regulador, uno que buscaba algunos equilibrios entre las formas de vida y de ingreso de los diversos grupos y clases sociales; es decir, la regulación, a las claras, había sido un mecanismo democratizador apoyado en derechos (conquistados merced a largas y duras luchas sociales). Un Estado desregulado es, por tanto, un Estado desdemocratizado, que los neoliberales llamaron representativo y “moderno”: un Estado para fortalecer o crear mercados. Todo en nombre de la libertad de los individuos.
En ese marco surgieron corrientes políticas y regímenes de extrema derecha: Trump, Erdogan, Narendra Modi, Viktor Orbán, Bolsonaro y más, tanto en el Norte como en el Sur globales. Son formaciones populistas (de derechas) y nacionalistas (de derechas), opuestas a la globalización y el libre comercio. Pero no son antineoliberales, aunque se presentan como opuestas al ideal imaginario neoliberal. Han nacido de las raíces de la racionalidad neoliberal, son protofascistas, autoritarios extremos en lo político y “libertarios” en lo individual. La filósofa y politóloga Wendy Brown dice de ellos: “Creo que debemos verlos como una forma de liberalismo antidemocrático que valora las libertades y los derechos individuales casi ilimitados, ya sea el derecho a rechazar obligaciones sanitarias, el derecho a comprar cualquier tipo de objeto que se desee, independientemente de cómo deprede la Tierra, o el derecho a decir lo que uno quiera sin importar cuán violento y dañino pueda ser”.
La puya de Giorgio Ruffolo y su visión de un futuro de duración indeterminada para el capitalismo, contrasta con la visible inseguridad sobre el futuro, aun el de corto plazo, que muestran los poderes del orbe. La guerra de Estados Unidos contra Rusia “hasta el último ucranio” vivo, para ir después contra China, trasluce la prisa y la ansiedad por rehacer a como dé lugar un sistema que se vacía de poder y contenido, sin remedio. No lo derrumbará su insensatez y su total incapacidad para sostener la vida humana. Como siempre, lo harán las masas. A través de una nueva y larga lucha por la ampliación de sus derechos.