Se cumplió este domingo un siglo del establecimiento de las escuelas normales rurales en México, un modelo institucional llamado a incidir de manera positiva en múltiples aspectos de la problemática nacional: el educativo, desde luego, pero también el agrario, el social e incluso el de la opresión de género.
Luego del establecimiento de la primera normal rural en 1922 –hoy con sede en Tiripetío, Michoacán–, se crearon otras 34 escuelas similares en distintos puntos del territorio nacional con distintas denominaciones y calificaciones: Escuelas Centrales Agrícolas, Escuelas Regionales Campesinas y luego simplemente normales rurales.
Sin embargo, en las décadas siguientes, tales planteles enfrentaron los prejuicios, la incomprensión, el desdén, el abandono presupuestario e incluso la represión de gobiernos posteriores al de Lázaro Cárdenas. En los años 60 del siglo pasado sólo sobrevivían 29 de esas instituciones educativas. Sin embargo, en 1969, Gustavo Díaz Ordaz les infligió un golpe salvaje y las redujo a 15. Actualmente sobreviven 17 de ellas.
Por largas décadas, gobiernos y grupos dominantes han visto en estas escuelas fo-cos de agitación, de ingobernabilidad e incluso de promiscuidad, lo que se tradujo en asfixia presupuestal, desdén, abandono del modelo de internados mixtos, desagregación de los planes oficiales de estudio, infiltración con propósitos represivos, campañas de descrédito e incluso cierre total.
Lo anterior dio lugar a un pronunciado declive de las normales rurales y a situaciones de terrible precariedad material.
No obstante, aunque la realidad nacional ha cambiado mucho en estos cien años, las normales rurales siguen siendo un instrumento fundamental para hacer frente a los rezagos agrarios, un mecanismo de movilidad social por medio de la educación, un factor de arraigo regional, defensa y preservación de las culturas comunitarias e incluso un espacio para superar la opresión de género que padecen las jóvenes de los ámbitos rurales.
En otros términos, resulta impostergable dejar de considerar a las normales rurales como un problema y empezar a considerarlas una solución.
Es necesario retomar el modelo original de los internados mixtos y asumir que estos espacios pueden ser valiosos factores de superación de rezagos sociales y económicos, motores para la reactivación del campo, sitios de realización para las y los jóvenes del campo e incluso importantes auxiliares para la construcción de la paz en regiones desgarradas por la violencia delictiva, la inseguridad y los conflictos agrarios.