El concepto hoy devaluado de “miscelánea”, algo más que abarrotería o recaudería, y más original que la predecible tienda de conveniencia que le vino a comer los mandados, era tan encantador como la “tlapalería” que sorprendió a José Moreno Villa en su Cornucopia mexicana. No que otras obras literarias no lo empleen, pero en la de Hugo Hiriart lo misceláneo es el juego.
Erudición, magia y azar arrojan luz sobre la obsolescencia eterna de los objetos en el baúl, los olvidados trebejos del subsuelo, sus secretos. Al comentar a José Guadalupe Posada y la obsolescencia de las cosas como experiencia humana, expone su método: “El artefacto sacado del contexto de su uso nos fuerza a la contemplación, que ya es una situación de fruición o censura estética. Contemplar es buscar y juzgar. Hallo en el basurero un artefacto metálico, lo alzo hasta la altura de los ojos y lo contemplo. Mientras intento hallar su significado, aclarar para qué sirve, aprecio su estructura, el juego de sus formas, y encuentro otro significado, la belleza o fealdad que se me han revelado en un objeto incomprensible. Ah, es una hélice, me digo, una pequeña hélice”.
Le intrigan la gloria postrera del artesano Posada y su desinterés por perdurar, o la trascendencia universal de Borges sobre los grandes afanes de Alfonso Reyes. ¿Por qué esto sobrevive en la memoria, y esto no? ¿De qué depende la perdurabilidad? ¿Cómo es que cualquier objeto en sí, a salvo de su edad y su contexto, guarda con qué maravillarnos?
La continuidad de Hugo ya alcanzó los 80 de sus años. Eventos biográficos como la familia, el beber, la abstinencia o la enfermedad quedan a la zaga ante el dominio autónomo de una voluntad teatral y literaria que lo alcanza hasta en sus extrañas amalgamas de novela. La llegada a su vida de la cineasta de origen costarricense Guita Schyfter proporcionó un riel firme para conducir a buen puerto su método misceláneo, por no decir desordenado.
Alguna vez le dio por indagar entre la gente cómo nos comportábamos a solas, cómo nos mirábamos al espejo sin testigos, qué actos hacíamos al comer o deambular en la intimidad, si acaso sosteníamos soliloquios. O los abismos intransferibles de la pareja a solas. Sí, muy Bergman. Me propuso escribir al alimón una pieza teatral sobre la intimidad. La verdad, no me animé. Qué iba yo a hacer teatro con alguien tan brillante. Con el tiempo, Hugo terminó su Intimidad y hasta hay película.
Menos apabullante fue armar con él un libro de entrevistas y crónicas reveladoras, Pensar el 68 (1988), cuando bajo los auspicios del viejo Nexos entrevistamos a los principales dirigentes del movimiento estudiantil, con una hondura apuntalada en las preguntas y perplejidades de Hugo. Se cumplían 20 años del movimiento, poco antes del brote cardenista que cimbró al PRI y el golpe electoral de Salinas. Los muchachos conservaban un candor que en pocos meses perderían. El poder llamó a su puerta justo después de las entrevistas, y no todos resistieron.
Lo de Hugo no son las ideologías sino las ideas. De ahí la originalidad constante de sus preguntas. Puede ser serio, eficaz y periodístico, pero prefiere no hacerlo. Le gana la risa, o al menos la ironía. Una vez me advirtió que el periodismo competía deslealmente con la literatura. Y de nuevo no le hice caso. También recuerdo un texto de Christopher Domínguez-Michael sobre su respectiva experiencia como chalán-pupilo; a pesar de nuestras diferencias de edad y otras, encontré su historia muy parecida a la mía. Se trata del mismo Hugo, a sus anchas en el desenfado pedagógico, el humor, lo erudito, lo fársico. Su talante lo empareja a Chesterton y Shaw, pero con su dosis de gravedad en Conrad. Su imaginación prefiere a Stevenson.
Al montar obras, trasformaba el estrado en aula para histriones y tramoyistas. Heredero entusiasta de nuestro gran teatro contemporáneo, la admiración por sus mentores no es un secreto: Ludwik Margules, Juan José Gurrola, Germán Castillo, Héctor Mendoza.
En el fondo de su imaginación todo es teatro de aliento largo, demasiado literario tal vez. La Dorotea de Lope lo fascinó más que su dramaturgia, la comparaba con Trópico de Cáncer de Henry Miller. A veces su teatro no cabe en un escenario. En El águila y el gusano (parodia y homenaje desde el título), novela-teatro, ¿o prosa dramática? de 2014, Hugo se permite una extensa nómina de personajes, tramos discursivos dignos de una polémica política, aunque absurda, con 330 páginas de duración dramática. A su modo, retrata el actual México violento, cínico y descompuesto.
¿Es su literatura en algún grado “menor” por decisión propia? Puede que sí, tal como les aprendió a Kafka, Beckett, Torri, Schwob y otros grandes minimalistas, sin sentirse ajeno al calderoniano Gran teatro del mundo. Ha ganado varios premios, incluyendo el Nacional de Ciencias, Artes y Letras, pero el más significativo es su primer lugar en el primer Certamen Nacional de Juguetes de 1993. No creo que algo así lo haya obtenido otro escritor.