Ciudad de México. A 100 años de su fundación, las escuelas normales rurales sobreviven a un “cerco de hambre y abandono”, y pese a vivir asediadas por la falta de recursos y el rechazo al proyecto pedagógico que representan, han logrado mantener los principios y objetivos que les dieron origen.
“Llevar la educación a los más pobres como una herramienta de emancipación; crear estudiantes críticos, con énfasis en lo colectivo, crear liderazgos comunitarios, y desnaturalizar la pobreza y la explotación, en suma: abrir los ojos del pueblo. Quizá por eso aún son tan temidas y combatidas”, establecieron investigadores y expertos en temas educativos.
El 22 de mayo de 1922, en una casa particular con cinco maestras y 11 profesores, se funda la primera escuela normal rural del país, en Tacámbaro, Michoacán, la cual debió cambiar varias veces de sede hasta lograr asentarse de forma definitiva en Tiripetío, señala la doctora Tanalís Padilla, profesora-investigadora del Instituto Tecnológico de Massachusetts.
Herederas de las promesas de la Revolución Mexicana de justicia social y apoyo al campo, las normales rurales nacen en un país con apenas 14 millones 334 mil 780 habitantes, de acuerdo con el censo de población de 1921. De ellos, la mitad, 6.8 millones, eran analfabetos, y más de 80 por ciento de la población aún vivía en zonas rurales.
Un siglo después, aún subsisten 16 de las 35 instituciones del normalismo creadas por el Estado para dar educación a los hijos de campesinos y obreros. Cuentan con 7 mil 82 alumnos, que pese a la precariedad material que enfrentan, “persisten en la búsqueda de ese ideal de formarse como un maestro diferente, crítico y emancipador”, afirma el doctor Hallier Arnulfo Morales Dueñas, historiador y profesor-investigador de la Escuela Normal Rural Gral. Matías Ramos Santos, de San Marcos, Zacatecas.
Son instituciones que “forman parte de un proyecto de nación emanado de la Revolución y se crean para forjar patria, para dar acceso a la educación a una población sistemáticamente excluida de este derecho y con un profundo compromiso con la comunidad. No sólo es la escuela como salón de clases, es salir a combatir las injusticias sociales”, puntualiza, a su vez, la doctora Padilla.
Además, desde su origen, se convierten en centros de concienciación, lo que tendrá un papel fundamental en su desarrollo, pues “forman estudiantes y maestros que pueden ver su realidad y contexto de una forma crítica”.
Internado, espacio formativo
Concebidas como un proyecto pedagógico innovador que unía a la formación académica, la instrucción artística, deportiva, política y de ejes productivos, las normales rurales se fundan como escuelas internado, lo que permite generar nuevos espacios formativos, define Ruth Mercado, profesora-investigadora por más de cuatro décadas del DIE-Cinvestav.
“En el internado los estudiantes intercambian, resuelven, aprenden, contrastan sus formas de ser, de actuar. He visto escuelas grandes en las que los estudiantes, por ejemplo, no fuman ni beben en los espacios escolares, y lo logran por consenso entre ellos.”
La base de la relación entre los estudiantes cuando tienen estos espacios comunes es mucho más cohesionada. “También es fuerte su actuación política; y a eso le temen otros sectores. Pero cuando la ejercen, y es algo que no se quiere reconocer, no va a la toma del poder de sus alumnos, se están defendiendo del cerco de hambre en que los tienen”, explica Mercado.
Sin embargo, reconocer su función pedagógica aún es una tarea pendiente, afirma el profesor Morales Dueñas. “Si pensamos hoy a las escuelas normales rurales como instituciones sin disponer de internados, estamos renunciando a esa gran posibilidad de formación comunitaria que ofrecen y que forma parte esencial de su historia”.
Demonización y contrarreforma
Durante el gobierno del presidente Lázaro Cárdenas del Río, las normales rurales viven una época de oro, destaca Padilla. Operan entonces hasta 35 instituciones que iban de la mano con el impulso al campo y a la producción agrícola.
Algunas otras normales tuvieron como antecedente las Escuelas Centrales Agrícolas, creadas por el presidente Plutarco Elías Calles, como la Escuela Normal Rural Miguel Ángel de Quevedo, en la Huerta, Michoacán –cerrada en 1969– que veía en la educación del campesino una tarea fundamental para el desarrollo del país.
Años más tarde, en 1932, con el impulso al fortalecimiento de la educación rural, nacieron las Escuelas Regionales Campesinas, con las que se busca que los hijos de campesinos se conviertan en peritos agrícolas o maestros rurales. Y para mediados de los 40, se convierten finalmente en normales rurales.
Durante la década de los años 20 y 30 del siglo XX, operaron como escuelas mixtas con internado. Hito que no deja de atraer los ataques de los sectores de derecha en una época que “demoniza” su existencia, al asegurar que se admiten mujeres sólo “para usarlas en clases de sexualidad o violarlas”, documenta Tanalís Padilla.
Pero, precisa, la participación de la mujer en el normalismo rural da acceso a las hijas de campesinos a las mismas posibilidades de ascenso social que los hombres y más, las emancipa de ser sólo madres y trabajadoras del campo, pues al generar sus propios recursos, dejan de ser dependientes económicas.
Serán miles las jóvenes de origen campesino que pasarán por las aulas de estas instituciones para sumarse a la lucha por mejorar la vida de las comunidades, y no son pocas las que logran posiciones de liderazgo, enfatiza la experta.
Sin embargo, poco años después de su surgimiento, las normales rurales enfrentan los primeros embates. “Comienzan a crearse mitos a su alrededor y surgen los adjetivos peyorativos a sus alumnos de flojos, prófugos del arado, revoltosos, comunistas y transgresores”, explica Morales Dueñas.
Al concluir el sexenio de Cárdenas del Río, señala Padilla, en los años 40 se inicia un periodo de reformas que eliminan ese proyecto coeducativo. Dejan de operar como instituciones mixtas y se dividen en escuelas de hombres y mujeres. También se unifica su currículum con el de las normales urbanas. Una década más tarde, si bien se crean otras escuelas, el Estado abandona el proyecto pedagógico que les dio origen.
Fue el principio, sostiene, de una contrarreforma que en los años 60 también elimina la formación de seis años, al desaparecer los tres años de educación secundaria, y dejan sólo cuatro años la formación como maestro rural.
A ello se suma un acelerado abandono de los proyectos productivos agrícolas, lo que “las debilita mucho porque ya no forman parte de un proyecto de futuro para el campo, y el propio Estado comienza a verlas como reliquias del pasado”.
En el marco de la guerra fría, las normales rurales reciben uno de los golpes más duros desde el poder político, cuando en el sexenio de Gustavo Díaz Ordaz se ordena el cierre 14 de las 29 escuelas que aún existían. Además, comienzan a criminarlizarlas, y para los años 70 ya se les tacha de “subversivas y guerrilleras”.
Su primer siglo de existencia, afirma Morales Dueñas, ha sido una historia de resistencia. Las normales rurales “rebasan la nostalgia y la narrativa romántica del México posrevolucionario. Son instituciones que cultivan la identidad de un maestro con conciencia de clase”. No se trata de conmemorar 100 años de una escuela normal rural, sino de “reivindicar un proyecto pedagógico, social y político que sigue vigente”.