Si en efecto el tema mayor y maestro de la Cuarta Transformación es un cambio de régimen, tenemos que referir tal pretensión a unas coordenadas históricas, políticas y constitucionales que han estado ausentes del discurso presidencial y del de su partido. Se ha tratado, hasta el momento, de un cambio sin atributos, sin coordenadas expresas. Sin adjetivos, diría el historiador.
Lo que ha habido es un cotidiano inventario de agravios legado de los neoliberales que gobernaron México desde finales del siglo XX hasta el triunfo de López Obrador. Casi todo se atribuye a acciones y omisiones de esos gobiernos, aunque metodológicamente eso no sea correcto y puede conducir a juicios sesgados. Y a conclusiones políticas garrafales.
Muchos y arraigados son los nudos problemáticos que han acompañado nuestra evolución republicana y no pocos han desembocado en bloqueos y formas culturales, en heterogeneidades estructurales que han impedido un mejor desarrollo. Mejor socialmente hablando y mejor en la economía, cuya transformación justificó los cambios profundos de finales del siglo XX sin rendir los frutos prometidos.
Desde que los liberales de ayer despejaron el “gran dilema” para el naciente México, hemos presumido de vivir en y con una república. “Monarquía o República”, nos ilustró el gran Edmundo O’Gorman como obligada elección histórica, y se optó por la República. Los ensueños imperiales se acabaron y el reino conservador pasó al resguardo de bibliotecas y casas solariegas, restos de una oligarquía que ni como criolla se animaba a presentarse.
El rumor del subsuelo, que acosó a no pocos herederos de la tradición novohispana, se apoderó de varias mentalidades que, desde el poder instituido y hasta constituido a que dio lugar el mando de Porfirio Díaz, buscaron tránsitos de régimen que nos asemejara a lo que entonces emergía como enjundiosa primera globalidad capitalista.
Nos inscribimos como pudimos en la “belle époque” y se buscaron equilibrios entre los bloques de capital e inversiones extranjeros evitando alineamientos extremos e improductivos. Entonces, vino el remolino y nos “alevantó”. Por más de 10 años hubo guerra civil hasta que los duelistas decidieron que se podría navegar con la nueva Constitución.
A pesar de varias restauraciones intentadas, la precaria economía se hundió con la gran depresión, de la que se pudo salir con cierta rapidez gracias a un viraje de fondo en la política económica y la adopción de una suerte de keynesianismo “ avant la lettre” desde la Secretaría de Hacienda dirigida por Pani. Confirmada y afinada luego por don Eduardo Suárez y el general presidente Cárdenas.
La revolución podía funcionar y dar lugar a expresiones como las jornadas populares promovidas por el general Cárdenas, sin vulnerar los principios republicanos. No hubo más dictadura y sí recambio presidencial y, en la política fundamental y a trompicones, la acrecida máquina estatal se movió hacia a alguna modernidad: seguridad social, más que lucha de clases; economía mixta en vez de estatización progresiva; conatos de democratización junto con iniciativas de cooptación o reclutamiento de élites y de interpelaciones. A esa forma de operar se le llamó “democracia peculiar” de partido casi único y otros ingenios.
Nada es para siempre y el tejido cuasi milagroso del México posrevolucionario empezó a crujir allá por los años 70, una vez que mostró su pulsión represiva en Tlatelolco, con un altísimo costo en vidas y sufrimiento. Su declive fue pausado posibilitando que la transición adquiriera un carácter casi mítico.
Para no pocos, la transición duró demasiado y sus costos fueron crecientes; además, el neoliberalismo reforzó el individualismo y buscó invisibilizar a los pobres y vulnerables, “condonó” festivamente abusos del poder y la corrupción se desató escandalosamente.
En consecuencia, no debería extrañar que se haya formado un clima propicio para que algunos pregonen una cuarta transformación. Otros, en cambio, pensamos que, como nos legara el gran Machado, hay que decir “late corazón, no todo se lo ha tragado la tierra”.
Cien mil mexicanos desaparecidos, una caída económica que puede ser demoledora, grupos criminales azolando calles y veredas deberían convocarnos a vernos como una patria que tiene que ser república. Tierra habitable, pacífica, dispuesta a conversar y deliberar para decidir el camino. No al revés: decidir sin deliberar, como parecen querer el presidente y sus huestes. “…precisamos más democracia. No una simplificación del sistema de voto, aboliendo la representación proporcional (…) un sistema parlamentario fuerte (…) sin demagogias cesaristas” (Perry Anderson, “Balance del neoliberalismo: lecciones para la izquierda”, Viento del Sur, Argentina, 1996).
Atreverse al diálogo político, hacia una necesaria redefinición de intereses articuladores que confirmen nuestro compromiso y confianza en una república federal, laica, democrática y representativa. Genuinamente comprometida con la protección, el respeto y la ampliación de los derechos fundamentales. Nada más ni menos.