Hace años un colega argentino me dijo que ya quisieran ellos ser vecinos de Estados Unidos. Por su parte, los mexicanos nos sentimos desamparados, tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos. Nadie está contento con lo que le toca. Ya quisiéramos en México tener pampas húmedas interminables y no desiertos resecos y polvorientos.
La cercanía y la vecindad nos coloca en una situación geopolítica privilegiada y a la vez complicada. Tan riesgosa que perdimos la mitad del territorio nacional y tan privilegiada que participamos en un acuerdo comercial único con América del Norte.
En un futuro cercano, con la crisis global de los sistemas de abasto, México vuelve a estar en una situación privilegiada, simplemente por su localización geográfica, la dimensión del país y su oferta de mano de obra. Al mismo tiempo y aunque cambie o mejore nuestra situación, en el futuro mediato persistirá una relación de asimetría de poder.
Una asimetría que también se expresa en el contexto migratorio, donde México aportaba la mano de obra barata que requerían los empleadores estadunidenses. Pero, después de casi siglo y medio de constante flujo migratorio laboral, desde 1884, México ha dejado de ser el principal proveedor de mano de obra barata para Estados Unidos y su lugar lo han tomado los países del norte de Centroamérica, el Caribe y Sudamérica.
En el caso de México, los flujos persisten, obviamente, pero ha cambiado el patrón migratorio de una migración predominantemente irregular a una de corte legal, con unos 300 mil trabajadores temporales anuales que reciben visas H2 A y B y unos 120 mil mexicanos que reciben cada año una visa de residente o green card, además de otras tantas modalidades legales de visas para entrar y residir en Estados Unidos.
Con la pandemia, la salida de migrantes irregulares mexicanos ha vuelto a repuntar y se registran unas 60 mil aprehensiones mensuales por parte de la patrulla fronteriza, pero sigue siendo mayoritario el flujo de migrantes irregulares, especialmente de hondureños y guatemaltecos; de cubanos y haitianos; venezolanos, ecuatorianos y de otros países.
Cada mes, pasan por México cerca de 150 mil migrantes en tránsito que son detenidos al llegar al norte por la patrulla fronteriza, muchos de ellos irregulares y otros que piensan solicitar refugio. Esto sin contar con los que logran pasar exitosamente de manera subrepticia.
Los números son alarmantes, pero en realidad Estados Unidos requiere de 2 millones anuales de migrantes para compensar el decline de su población nativa y para reflotar una economía que, hoy más que nunca, necesita de mano de obra para cubrir los 4 millones de personas que se jubilaron durante los dos años de pandemia, cerca del millón de personas que falleció por covid-19 y de aquellos que no quieren regresar al trabajo presencial.
Si estas razones fueran atendidas y escuchadas, la migración irregular que surge en México y la de tránsito que quiere llegar a Estados Unidos a trabajar, debería seguir su camino al norte, llegar a la frontera, arreglar la forma de pasar y quedarse a trabajar en el otro lado. En la lógica de mercado y el equilibrio demográfico, no tiene sentido la contención y menos aún la deportación.
Pero políticamente eso es imposible, ni las razones económicas evidentes de que faltan trabajadores, algo que se puede apreciar a simple vista en cualquier ciudad de Estados Unidos, convencen a los republicanos, a los medios de comunicación conservadores y menos aún a los políticos. Tampoco tienen impacto los datos demográficos, fríos y estadísticamente confiables, para convencerlos. Ninguna razón puede superar al espíritu xenofóbico de estos tiempos, a la bajeza electorera que utiliza el tema de la migración para generar miedo y a contener a la tesis conspirativa del “gran remplazo”, donde supuestamente la inmigración amenaza la supervivencia y supremacía de la raza blanca.
El dilema racial en Estados Unidos ya encontró la forma de solucionar el racismo blanco-negro, algo con lo que tendrán que sobrevivir, pero finalmente es una población confinada, que no crece y se controla ideológicamente, incluso en los casos de matrimonios mixtos, como el de los padres de Obama. Finalmente, Barack es negro, ni por asomo se le podría decir mulato, aunque tenga 50 por ciento de sangre blanca.
Pero con los latinos hay una mezcolanza monumental que va desde lo más blanco y rubio a lo más negro que existe, el negro azul. Una multitud inclasificable, con toda la gama de colores y que ha sido etiquetada como hispano-latinos.
El censo estadunidense está tan desconcertado que cuando habla de blancos, tiene que precisar No hispanos para reivindicar su pureza, y cuando habla de negros, también precisa No hispanos para reafirmar su negritud. El tipo ideal del blanco puro y negro-negro se resquebraja con la llegada masiva de latinos, una población que ya representa 18 por ciento de la población.
Y seguimos contando…