Pues sí, es la economía, estúpido. La frase que se hizo célebre cuando uno de los estrategas políticos del entonces candidato presidencial Bill Clinton la sugirió como lema para definir la crisis económica por la que atravesaba Estados Unidos durante el periodo en que Bush padre fue presidente. La recesión económica en esos años implicó la caída de un presidente. Sin embargo, viéndolo más de cerca, era un problema que venía gestándose tiempo atrás y que, al parecer, no hay remedio en este sistema económico, independientemente de la voluntad del presidente en turno. Su responsabilidad es muy poca sobre un fenómeno estructural que se gesta durante años en las entrañas de un sistema que ha sido incapaz de evitarlo. Dicho esto, lo que en su caso sí pueden hacer los presidentes es manejar los instrumentos económicos a su alcance para paliar los efectos de las crisis cíclicas, atenuar los perjuicios que causan y buscar salidas que permitan rencauzar el crecimiento.
Entre la Segunda Guerra Mundial y el año 2010, la economía de Estados Unidos sufrió 11 recesiones, tres de las más profundas en 1973-74, 1981-82 y 1990-91 ( Forbes, mayo de 2010). Alto desempleo, inflación y recesión fue la zaga que dejaron. Sus orígenes fueron varios, pero destaca la turbulencia política, el aumento sustantivo en los precios del petróleo, la especulación inmobiliaria y la intervención del Banco Central que, en su intención de detener la espiral inflacionaria, se excedió en el aumento en las tasas de interés.
El marco de la crisis actual es relativamente diferente: bajísima tasa de desempleo, alta capacidad de consumo, restricción en la oferta de bienes en general, escasez de mano de obra y aumento en el nivel salarial de algunos sectores. La conjunción de esos factores ha derivado en una crisis que amenaza en ser recesiva y que, a juicio de varios economistas, no es fácil dilucidar ni prever su futuro pues no tiene similitud con otras. A fin de cuentas, la sociedad se siente agraviada por la carestía y el gobierno pierde credibilidad sobre su capacidad para dirigir el país.
¿Cómo explicar la espiral inflacionaria actual? Las causas son diversas: la derrama económica que ocasionaron los miles de millones de dólares producto del plan de renovación de la infraestructura propuesto por el presidente Biden; el gasto repentino del ahorro obligado durante la pandemia sumado al apoyo a los hogares mediante el envío de dinero por parte del gobierno; la semiparalización en la producción; la disrupción en la cadena de abastecimiento y transportación de mercancías y, por último, un encarecimiento de energéticos cuyos precios han aumentado astronómicamente, en parte por especulación, como resultado de la guerra que Rusia perpetró en contra de Ucrania. En síntesis, una tormenta perfecta es consecuencia de un crecimiento en la inflación que ha llegado a 8.5 por ciento.
Es poco lo que el presidente puede hacer en una crisis como la actual que, al igual que otras, se engendró paulatinamente en el corazón de un sistema que una y otra vez demuestra su incapacidad para evitarlas. En esta ocasión explotó en el periodo que a Biden le toca gobernar. La cruel paradoja es que, en buena parte, es el resultado no intencionado de sus iniciativas en beneficio de toda la sociedad. Logró superar la pandemia, el desempleo llegó a su menor nivel en años, 3 por ciento, los salarios aumentaron, el sindicalismo ha crecido y la capacidad de compra aumentó. De lo que no hay duda es que la crisis económica y la inflación, una de sus calamidades, afectan mucho más a quienes tienen menos recursos. El aumento de los precios incide desproporcionalmente en quienes no tienen la flexibilidad de sacrificar parte de su gasto diario en la adquisición de productos de primera necesidad, como la comida, la vivienda y el transporte.
Vaticinios aventurados y disquisiciones académicas aparte, será interesante ver la respuesta de la sociedad en las urnas el próximo noviembre.