El principio de autodeterminación, entendido como el derecho de pueblos y naciones a elegir libremente su régimen político, económico y cultural, incluida la formación de un Estado independiente, y resolver todas las cuestiones relacionadas con su existencia, se consolida como un elemento fundamental del marco jurídico internacional, al menos formalmente, a partir de la Segunda Guerra Mundial, cuando la Carta de las Naciones Unidas especifica la igualdad de derechos entre las naciones y la “autodeterminación de los pueblos”. El principio de autodeterminación se encuentra asentado en varios documentos internacionales, como la Carta del Atlántico de 1941, la Declaración de las Naciones Unidas de 1942, la Conferencia de Yalta de 1945, entre otros. La finalización del conflicto bélico en 1945, sus repercusiones ideológicas y políticas, y el movimiento liberador de los pueblos de África y Asia durante las décadas siguientes, traen como consecuencia la formación de más de 50 estados, los cuales surgen en oposición a los poderes coloniales y neocoloniales triunfantes en esa guerra, como Estados Unidos, Inglaterra y Francia, así como en contra de otras metrópolis como Portugal, Bélgica, Holanda, Alemania, Italia y Japón. El principio de autodeterminación aparece formulado como un criterio genérico, en el que circunstancias concretas son las que se encargan de dar contenido preciso a ese derecho y, la mayoría de las veces, con escaso acatamiento por parte de los estados.
Históricamente, la autodeterminación tiene sus orígenes tempranos en el “principio de las nacionalidades”, el cual encuentra las mismas bases doctrinales que dieron lugar al surgimiento de la nación moderna y del principio de la soberanía nacional. El “principio de las nacionalidades” se formula plenamente en la primera mitad del siglo pasado, en un momento de efervescencia nacionalitaria que implicaba, en esencia, que cada nacionalidad tenía derecho a contar con un Estado propio. Con todo, el principio de la nacionalidad surge de las ideas de la Revolución Francesa y de la Constitución de 1791, en la que se señala que “pueblos y estados gozarán de iguales derechos naturales y estarán sometidos a las mismas normas de justicia”. Al introducir el principio de soberanía popular, la Revolución Francesa altera fundamentalmente la concepción prevaleciente del Estado, al unificar la idea de una unidad política, junto con la voluntad formal de un pueblo que deviene en nación. De la teoría revolucionaria de que el pueblo tiene el derecho a elegir su propio gobierno, esto es, un proceso que tiene lugar de abajo hacia arriba, se pasa a la reivindicación de que igualmente puede integrarse a uno u otro Estado, o de que puede constituir un Estado propio.
Como consecuencia de la democratización de la idea del Estado como producto de la “voluntad popular” y la integración del “ciudadano” a una forma política común, el Estado-nación, el nacionalismo, que se esparce a todos los confines del mundo, toma la forma teórica de la independencia o autodeterminación nacional, más allá de la intención de sus creadores originales. El principio de las nacionalidades por parte de los revolucionarios franceses se aplicó de manera selectiva y de acuerdo con los intereses de las nacientes burguesías, las cuales negaban ese derecho a los pueblos de sus propias colonias de ultramar o a los pueblos cuya independencia no era pertinente para la estabilidad del espacio político europeo.
El principio de las nacionalidades constituyó en realidad la expresión política de las burguesías europeas en el proceso de consolidación de sus estados nacionales y un instrumento de lucha contra los sistemas dinásticos que disponían de poblaciones y territorios a su arbitrio. Bajo este principio se lleva al cabo la unificación de Alemania e Italia, y de otros estados europeos que se establecieron a costa de los viejos imperios multinacionales ruso, turco y austrohúngaro.
No obstante, en el periodo de la expansión capitalista mundial, la burguesía de los países en los que había sido proclamado el principio de las nacionalidades renuncia a su aplicación, ya que el ideal de sus clases dirigentes en este momento no es el Estado nacional basado en la continuidad territorial, sino un Estado multinacional de tipo particular: el imperio neocolonial. Los capitalistas de estas metrópolis exportan sus capitales a las colonias frente a la estandarización de la producción masiva provocada por la Revolución Industrial, en búsqueda de nuevos mercados y nuevas fuentes de materias primas. De aquí que las burguesías europeas no tenían el menor propósito de extender el principio de las nacionalidades a los pueblos coloniales, expresándose las contradicciones entre el ideal metropolitano y las realidades y prácticas colonialistas que en su momento los teóricos de los movimientos anticoloniales habrían de reprocharle a la vieja Europa.