En congruencia con su propuesta de una integración continental sin exclusiones y de los principios del multilateralismo, el respeto a las soberanías y la solución de las diferencias internacionales mediante el diálogo, el presidente Andrés Manuel López Obrador advirtió que no asistirá a la Cumbre de las Américas, que debe empezar el próximo 6 de junio en Los Ángeles, si su homólogo estadunidense se empeña en excluir de ese encuentro a Cuba, Venezuela y Nicaragua. Los presidentes de Bolivia, Luis Arce, y Honduras, Xiomara Castro, secundaron la decisión del mexicano, en tanto que los 14 países que integran la Comunidad del Caribe (Caricom) formularon un anuncio similar. Con deplorable ambigüedad, el presidente argentino, Alberto Fernández, exhortó a Washington a incluir a los tres gobiernos a los que considera “no democráticos”, pero ratificó su determinación de acudir a ese encuentro trunco. Jair Bolsonaro no irá, aunque por otros motivos, y Daniel Ortega ya había manifestado que no asistiría.
Parece poco probable que otras naciones se abstengan de ir a Los Ángeles en protesta por la exclusión referida. Pero es claro que, a menos de que Joe Biden cambie de parecer y acabe por aceptar la presencia de la tal Cumbre de las Américas, ésta será un fracaso: el continente tiene 35 países y Biden quería reunir a los jefes de Estado y de gobierno de 32 de ellos; como van las cosas, apenas logrará que acudan 14 invitados, para un total de 15, si se cuenta él mismo; tendrá algo así como poco menos que media cumbre y poco más que media reunión ministerial. Si el demócrata pretendía recuperar el terreno que Estados Unidos perdió en el hemisferio en los cuatro años de Donald Trump, y si pretendía esgrimir la foto de una treintena de mandatarios como munición electoral para el alicaído Partido Demócrata de cara a las elecciones legislativas de noviembre próximo, ya habrá podido darse cuenta de que se metió un par de tiros en el pie.
Es asombroso, por decir lo menos, que Biden haya efectuado un cálculo tan malo y que haya actuado ignorando uno de los principios torales del multilateralismo. Cuando se fundó la ONU, en 1945, a nadie le pasó por la cabeza marginar a Bielorrusia porque era gobernada por un partido único, a Gran Bretaña, por ser una democracia burguesa, a Bélgica, por ser una monarquía, o a República Dominicana porque estaba bajo las muy dictatoriales pezuñas de Leónidas Trujillo. El argumento excluyente de que Cuba, Venezuela y Nicaragua son dictaduras o países no democráticos no sólo es muy discutible –Venezuela realiza más procesos electorales libres que el propio Estados Unidos–, sino también un extravío del unilateralismo. La verdad es que el señor que duerme en la Casa Blanca no quería tener en su reunión a gobernantes contra los que ha mantenido una hostilidad tan incesante como injustificada, que quería evitar el riesgo de que se lo echaran en cara y que pretendía evitar una andanada de la ultraderecha estadunidense, semejante a los griteríos que ha armado en México la ultraderecha vernácula cuando López Obrador ha incluido entre sus invitados a Miguel Díaz-Canel o a Nicolás Maduro.
Por otra parte, parece que Biden no calculó el nuevo liderazgo regional de México ni la proyección continental de la Cuarta Transformación, o bien pensó que en López Obrador encontraría a un gobernante acomodaticio y dispuesto a guardar sus principios si éstos molestaban al poderoso vecino del norte. Y por coquetear con sus temidos republicanos –sólo de esa manera se explica la infame continuación del bloqueo contra Cuba y hasta de los acentos trumpistas en la hostilidad anticubana–, el demócrata, quien además llegó cansado e impugnado a la presidencia y que carece de proyección en Latinoamérica, se ha privado del poder de convocatoria que requiere para llevar a cabo un acto espectacular de unidad continental como el que se propuso realizar en Los Ángeles, y que ha quedado reducida a una cumbre de algunas Américas.
Para el gobierno mexicano el balance no es malo: ciertamente se pierde la oportunidad de presentar la propuesta obradorista de integración comercial americana, pero habría sido una perfecta incongruencia llevarla a una reunión sectaria y excluyente. Ya se abrirán otros espacios para promover la iniciativa. Por lo demás, México se proyecta como el contrapeso indiscutido a los afanes siempre hegemónicos de Washington y como el defensor del derecho a la autodeterminación y del respeto a las soberanías.
¿Tendrá el episodio consecuencias negativas en la relación bilateral? Difícilmente: a pesar de los empeños injerencistas estadunidenses, los nexos económicos marchan de manera armoniosa y fructífera para ambos países, hay una comunicación fluida entre Palacio Nacional y la Casa Blanca, aun en los asuntos más espinosos, y Washington tiene claro que en su frontera sur Estados Unidos tiene un socio confiable y de buena fe con el cual puede saber a qué atenerse.
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