Al principio fue sólo una molestia causada por el inesperado y severo revés electoral. Le adjuntaron después el impertinente y extraño lenguaje que se introducía en la vida pública. El que fue lema de campaña, “primero los pobres”, ahora resonaba áspero en las paredes y ventanas del amplio salón de la tesorería palaciega. La sonoridad de airadas voces, ya escuchada en variadas ocasiones, no provenía, como antes, de los caminos y las plazas, sino desde los altos estrados del poder. Una figura humana, siempre bastante incómoda para los bien situados, se había posesionado con firmeza de los salones de Palacio Nacional. Eso, en sí, se tomó ya como afrenta para los que todavía no sentían en cuerpo propio el desplazamiento de sus numerosos púlpitos de mando acostumbrados.
Empezó a darse forma a una refriega de narraciones, contrapropuestas y críticas que, andando los primeros tres años de esta administración, no ha cesado. Por el contrario, se ha enconado hasta asegurar que es la causa eficiente de la mal llamada polarización. Una acusación lanzada con furia, nada despreciable, por el tropel de los opositores a la reconocible promesa transformadora. Es esa amalgama de partidos académicos, opinócratas y demás aliados reaccionarios, una vasta coalición que se ha situado en una de las esquinas del que ya es casi un conflicto insalvable. El motivo, sin duda, es la disputa por el poder de la República. No en su precisión actual, pues ese ya fue decidido por el electorado en 2018, sino el que se prevé a futuro. Y ahí quieren, desean, proponen, clavar los múltiples ojos que añoran volver a ver, desde arriba, la marcha de la cosa pública.
En el transcurso de la lucha desatada sin tregua que valga se han ido adicionando supuestos y acusaciones que, en una vaga e inexacta formulación, forma ya toda una colección de aparentes verdades. Los analistas críticos tienen seguridad de haber triunfado sobre la versión oficial, con sus sólidas argumentaciones. Todo se inició con rechazos al tono admonitorio y hasta con tintes religiosos, afirmaban. Después comenzaron a particularizar los supuestos y peligrosos rasgos de un carácter autoritario sin referente real. Y de eso derivaron afanes de poder centralista que no apuntaba ni reconocía balance y límite alguno. La avalancha lanzada de nuevos programas, la mayoría enfocados hacia los que siempre fueron excluidos, acusó inmediato escozor.
Surgió, sin tardanza que valiera adicional reflexión, el concepto de populista. Y se le ha ido redondeando con citas de varios autores que los auxilia en matizar las variadas acusaciones siguientes. Se pasó, casi de sopetón, a la prevención de peligro para muchas instituciones por amenaza destructiva. Una y otra de ellas se dieron por finiquitadas en pos de una supuesta, ambiciosa y desmesurada sed de control. Se liquidaron guarderías, escuelas de tiempo completo o desmantelaron partidos. Siguió, de lleno, la tronante afirmación de achicar, de contrariar, de poner en riesgo la vida democrática. Los ataques a la iniciativa de los particulares se hizo lugar común. Lo mismo le sucede, según ellos, con la inversión, pues ésta brilla por su ausencia. No importa que la foránea haya alcanzado cifras récord. Los empresarios, tan despreciados y ninguneados, según el recuadro opositor, acuden a palacio a firmar acuerdos y mencionan programas que, por desgracia, se desvanecen. Pero otros siguen adelante. La falta de seguridades es, como casi siempre, motivo de preocupación hasta convertirla en repetitivo mantra. No hay seguridad jurídica, el estado de derecho se pervirtió, afirma tajante la oposición, y no se le centra en debido sitial, aunque el respeto a lo asentado por la SCJN se obedezca con puntilloso quehacer. En fin, todo, alegan con suficiencia pero sin pruebas precisas, desemboca en los riesgos que corre la vida democrática de la nación. Y ello porque se propone modificar el Instituto Nacional Electoral, institución que, en efecto, debe ser perfeccionada, entre otros muchos detalles, con la retardada votación electrónica. Será este mecanismo, una palanca de cambio severo en las prácticas electorales.
La insistencia neoliberal de cuantificar hasta lo sublime ha desviado la crítica hasta hacerla incomprensible para las mayorías que, en masa, apoyan las versiones oficiales. Se llegan a confundir con la despreciada popularidad, que también es otro activo. Últimamente los opositores se consuelan pensando que el sostén al Presidente y sus programas no será transmisible a sus herederos. En parte puede ser factible, pero las encuestas revelan, con claridad, que Morena absorbe buena parte de las simpatías mayoritarias. El meollo de toda esta disputa estriba en la autoría y uso de una narrativa entendible y sentida como propia por los ciudadanos, en particular los que, a pesar del trabajo llevado a cabo, siguen desamparados.