Tijuana, BC. A los cochimíes los declararon extintos; los kiliwas despertaron un interés morboso porque sólo quedaban cuatro hablantes de esa lengua y había que llevar la cuenta regresiva; los cucapás siguen peleando por su derecho ancestral a pescar en la desembocadura del río Colorado; los kumiai y los paipai se esfuerzan para que no los despojen de sus pequeños territorios. Las cinco etnias nativas de Baja California fueron abandonadas a su suerte por el Estado mexicano; pero “estamos aquí y queremos que se nos reconozca”.
Norma Meza es una lideresa kumiai. La calidez de su sonrisa contrasta con su voz grave y discurso enérgico. Explica con detalle la preparación del café de bellota, bebida cotidiana de su pueblo, con la misma intensidad que frunce el entrecejo para recordar que los kumiai “éramos una nación” antes de que existieran México o Estados Unidos, los dos países donde quedaron divididos.
Meza es reconocida porque trabaja en la elaboración de un diccionario de su lengua con la Universidad de California en San Diego, y lucha para que las autoridades de Baja California cuenten con intérpretes en el Poder Judicial a fin de atender a los miembros de sus tribus.
Reconoce que viven un proceso acelerado de mestizaje, pero hay casos como el de una de sus hermanas, quien estuvo 15 días encarcelada y murió meses después de salir en libertad porque no tuvo intérprete y tampoco la insulina que necesitaba.
La reunión en la Casa de la Cultura de Tijuana es la primera vez en mucho tiempo en que las cinco tribus se reúnen para mostrar a la sociedad bajacaliforniana que siguen vivas y sobre todo, que demandan reconocimiento jurídico. Tienen una misma raíz: son yumanos, y a esa familia etnolingüística pertenecen.
Incluye a quienes viven “de este lado” –algunos tienen su contraparte en California y Arizona–, y señalan que en México los yumanos no son más de 2 mil. Son parte de los grupos originarios del norte (de lo que hoy es México), y a diferencia de los indígenas mesoamericanos, no eran agricultores. Habitaban la inhóspita Aridoamérica, ubicada en los viejos mapas de geografía.
La reunión incluyó la venta de artesanías, comida, conferencias y música, expresiones que tuvieron distintos tonos.
Delfina Albañez, integrante de la comunidad paipai, recordó que en varias ocasiones han pedido a la autoridad espacios para vender sus artesanías, sin lograrlo. “Para nosotros es más difícil movernos hasta Tijuana. Muchos cuidamos nuestras comunidades, nuestro territorio. Hemos hablado con varias administraciones de tener un lugar en Ensenada, más cerca de nosotros, y lo haremos de nuevo”.
Al pueblo cochimí, los “expertos” lo declararon extinto hace varias décadas y quedaron fuera de la conversación de las comunidades nativas, hasta que demandaron ser escuchados, contabilizados y atendidos por un gobierno que le hizo más caso a la academia que a los propios habitantes.
María de la Luz Villa Poblano, cochimí de la misión de Santa Gertrudis, fue una de las representantes de su comunidad en el encuentro tijuanense de abril.
En más de una ocasión recordó a los asistentes que, como ella, sus hermanos se “adaptaron a la opresión” y “al despojo”, o emigraron, escondieron su lengua (la cual desapareció) para poder “seguir adelante, sobrevivir”.
Recuerda con emoción la ceremonia donde el presidente Andrés Manuel López Obrador recibió en 2018, en el zócalo de la Ciudad de México, el bastón de mando de los 68 pueblos originarios de México. “Pensé que a nosotros no nos iban a mencionar, pero cuando empezaron a leer la lista, por orden alfabético, en el numero cinco estábamos los cochimíes de Baja California. Lo comparto con mucha alegría porque es una nueva historia”.
En la reunión de los pueblos yumanos se percibe que en Estados Unidos se hace un mejor trabajo para preservar la identidad de los primeros pueblos que habitaron la península y el sur del vecino país.
Las necesidades son múltiples y hay un constante miedo al despojo de sus tierras. No tienen representantes en los cargos de elección popular y nadie que hable en su nombre (como minorías étnicas, los oaxaqueños que emigraron al valle de San Quintín y a Tijuana les llevan ventaja en la obtención de espacios de representación).
“En las misiones no tenemos agua, servicios médicos, fuentes de trabajo, escuelas y ningún servicio urbano de parte de la autoridad ni de la Iglesia, porque ni sacerdote hay”, apuntó María de la Luz, cochimí que reside en la misión de Santa Gertrudis, ubicada a tres horas de Guerrero Negro.
En la ceremonia de clausura, los integrantes de los pueblos agradecieron la oportunidad de conocerse y vender lo que hacen en sus comunidades. Javier Ceseña, kumiai, quien junto con su familia administra un centro ecoturístico, siembra uva y hace vino. Dijo esperar que todos los municipios los conozcan.
Norma Meza platicó que sus fiestas nada tienen que ver con las patronales católicas traídas por los españoles. Por ejemplo, el atole de bellota, que “es como su tortilla”, se prepara para los cantantes y los danzantes de las ceremonias que se hacen cuando alguien cumple un año de muerto, “lo que ustedes llaman cabo de año”. En las cuatro comunidades kumiai asentadas en distintos territorios de Baja California, parte de su cultura está intacta.
“Hacemos esto para que nos escuchen, para exigir al Estado que nos dé atención. Tenemos una organización distinta, somos pueblos nativos de Baja California”.
Dos días después del encuentro yumano, durante los Fandangos por la Lectura (programa federal que promueve el encuentro con las letras), en representación de los pueblos originarios se dio voz a los mixtecos, pero no se invitó a los poetas kumiai o cucapá.