Los nuevos hábitos de comunicación propiciados por la telefonía móvil han diluido la intimidad en los espacios abiertos y los cerrados. Creemos estar a solas en las llamadas, en una cabina mental. El viejo oído habita una nueva espacialidad. Discreción, secrecía, intimidad, ¿qué son? ¿Ya fueron? Sin darse cuenta, o sin darle importancia, la gente habla en alto y dice lo que le nace o responde con sorprendente impudor. Uno puede andar de metiche, o no. De cualquier manera se entera de lo que no debe, a menos que se enchufe los audífonos para la música de su elección, o se enfrasque en sus propias llamadas, mensajeos y navegaciones ociosas.
Digamos que ayer, en lo que fui y vine. Por la tarde. Trolebús por el Eje Central donde fue Niño Perdido. En el asiento de adelante una mujer, vista de espaldas, fuerte de voz y carácter. Cabello corto teñido de oro oscuro. Durante un número indeterminado de paradas (considerándolas medidas de tiempo) toma una tras otra varias llamadas, casi sin transición, y en cada una es sumamente específica: “Mira, yo firmé por la mercancía, pero el valor que pagaste por las cámaras está volado, son miles de pesos de diferencia. ¿Qué? ¿Cuarenta? Aquí alguien está pendejo, mano. Con lo que batallé. ¿Qué? Allá tú”.
Parece colgar, pero enseguida ensarta otra llamada. “No podía quedarme, lo siento. Quién iba si no por los niños, luego hacer la comida, y venir acá. Si tan siquiera me pagaras por hacerlo”. No anda de pleito, es práctica: “Al rato te texteo el programa y tú te encargas. Prefiero no verte”.
Apeñuscados, pueden escucharla todos. Con asiento, agarrados del tubo vertical o el horizontal, o de plano en vilo. Quedan atrás Portales, Narvarte, Álamos, Doctores, Obrero Mundial, Fray Servando, Vizcaínas. La mujer no deja de hacer o recibir llamadas. Tono urgente, asuntos varios. Cambia de interlocutor: “Lo arreglé lo mejor que pude, Arturo. ¿Te dijeron eso? ¿Qué me porté grosera? Sabes como son, me desesperan las gentes que se ponen así, pero traté de ser correcta. El abogado de Luisito escuchó todo, que te cuente. Una que se presta para testigo, ni que la debiera. Pinche vieja”.
Se incorpora del asiento con las palabras “juzgado” y “reclusorio” en la boca. Pide parada antes de Madero. No suelta el auricular (qué sugerente palabra, auricular, hoy en desuso), hable y hable, no hay cómo no escucharla hasta que se baja y pierde en la multitud de la otrora San Juan de Letrán.
Avanza la tarde. El Metro de regreso no va tan lleno, alcanzo asiento y leo a Doris Lessing. Trato. A mi lado un hombre de 30 y pocos, robusto, no gordo. “Te lo voy a entregar, desde luego. Hoy no. No voy a dormir en mi casa. ¿Cómo que dónde voy a dormir? En el hospital, pendejo, dónde más. Sigue inconsciente, y su jefa se va orita. No tuve tiempo ni de irme a cambiar, traigo la camisa del trabajo”. En efecto, camisa de algodón grueso, fabril, manga corta y un logo indescifrable. “Ni chamarra. A ver si duermo. En las sillas de la sala de espera, ni acostarte. Luego que pega el frío. Sí creo. No. No creo. Eso quién sabe. ¿De qué? ¿Que él despierte? No creo”.
Salgo del Metro. Microbús rebosante, cobrador colgado del tubo, un solo pie en el último peldaño. Pisa tierra, me cede el paso. Subo. Pago. Allí quedo, atrás del conductor que platica con una mujer sentada sobre el amplio tablero (ese asiento de honor en las peseras). Madura, redondita. El cubreboca mal tapa sus narices. A su lado una chica vivaracha, obviamente hija, también con cubreboca. Parecen conocidas del chofer, vecinas o algo. Van hasta la base, en la Prepa 5. “Me mudé para todos lados. Quería quitarme a los niños. Me fui a Ecatepec, a Iztapalapa, Cuchilla del Tesoro, Cuautitlán, Cerro del Judío, para que no me encontrara. Ya crecieron, no me preocupa. Ahora él dice que sus hijos no lo quieren”.
Interviene la muchacha con una breve risotada nasal: “Nunca supo a qué escuela íbamos”. La madre recuerda de pronto: “Mañana sí hay clases”. Y la chica: “Ni me digas. ¿No dieron el puente? Necesita el niño que lo vea el doctor. No se compone. A la una. Junté para pagar. Pues perderá las clases. Y oye, el fin de semana trabajo. Estamos saliendo a las seis de la mañana. Me tocaba descansar el martes próximo, pero ya me chingué, cae en Día de las Madres, nos quieren a todos”. No ocultan sus quejas cierta disposición alegre, cierta energía sexual que la embellece.
La madre: “Ay, siento que me quemé, ya sabes el qué”, dice festiva, sin moverse. El chofer ríe. Ella y su hija van sentadas sobre el motor del vehículo, o casi. La hija, pensativa: “Ni modo de ir al festival en la escuela. ¿Vas tú, mamá?” Y la señora: “Qué voy a estar para festivales”. Filosofa el chofer: “Nadie la tiene fácil”.
Esquina baja. Una indígena, bebé en el rebozo, recorre los carros en alto. Una cartulina: “Somos de Chiapas. Queremos su ayuda para comer”. Otro niño duerme sobre una frazada en el camellón. Se declaró contingencia ambiental. Nadie la tiene fácil.