No, señor Presidente. La doctora Julia Carabias no es “la defensora del medio ambiente” pero sí, para fortuna de nuestro país, una de las más reconocidas y comprometidas junto con los ya muchos implicados en la lucha para la defensa y protección de la naturaleza.
“Sí hay, definitivamente, alternativas a la crisis ambiental que vivimos (…)”, afirmaba Julia en el Senado de la República al recibir la medalla Belisario Domínguez en 2017 y agregaba: “Lograr (lo) requiere ciencia de calidad, y México la tiene; ponerla al alcance de quienes toman decisiones, lo cual no ocurre con frecuencia; generar más espacios de interacción entre la ciencia y la toma de decisiones; estar dispuestos a asumir el costo político y una decisión informada, reconociendo los riesgos inaceptables de la inacción; monitorear y evaluar los resultados y calibrar y ajustar las políticas, si fuera necesario”.
A Julia Carabias debemos conocimiento y experiencia en esta problemática, y los que conocemos su trayectoria la respetamos. Su reconocimiento internacional es robusto e inobjetable, como el que goza aquí en su patria, en su Universidad Nacional y en su amada Selva Lacandona.
Usted, señor Presidente, debe respetar ese y otros emprendimientos similares, y las fuerzas del orden responsabilizarse de su cuidado y protección. Su pecho no es, ni puede, ni debe ser bodega, señor Presidente, y es por ello que la mayoría de los mexicanos esperamos de usted prudencia en el verbo y estricto apego a la ley y a la Constitución cuando de señalar una conducta personal o de grupo se trata; también buen juicio y mejor conducción del gobierno y del Estado.
No comparto la estrategia de “educando a papá” que practican muchos analistas, críticos y opinadores. No es ésta una cuestión pedagógica; ninguna práctica didáctica ofrece resultados para lo que hoy nos embarga y se ha vuelto inquietud principal. Para muchos mexicanos interesados en la política y la conducción de la cosa pública, hay una preocupación creciente de lo que consideran un gobierno errático del Estado por parte del Presidente, quien no parece interesado en algunas de las líneas fundamentales que definen nuestra vida pública: la inseguridad y la violencia; la carestía y la mala ocupación; el descuido del medio ambiente; la desigualdad económica y social aguda, aunada a una pobreza que afecta a más de la mitad de los mexicanos.
Nadie podría calificar al actual gobierno por el estado de este inventario de daños, déficit y agravios que, para muchos, nos define desde hace tiempo. Pero sí reclamar información precisa y oportuna, a más de una efectiva participación organizada y permanente de los órganos del gobierno y del Estado en el estudio y atención de las problemáticas para superarlas y evitar que desemboquen en una crisis mayor, en la que predominen la desesperación y el hartazgo de muchos ciudadanos, rebasando la vía legal y pacífica que hemos podido construir en los últimos 30 o 40 años.
Un buen gobierno implica grandes dosis de acción colectiva y cooperación social entre poderes, instancias de organización y representación de la sociedad civil. Un gabinete identificado por sus respectivas responsabilidades y misiones es indispensable, como para mí lo es que todos y cada uno de sus miembros sean responsables ante el Congreso de la Unión, sus comisiones y órganos de investigación y deliberación.
Entre muchos mexicanos priva ahora la sospecha de que tal forma de organizar los trabajos y los días del gobierno del Estado no tiene vigencia; que los funcionarios no tienen autonomía para investigar, conversar con grupos y responsables de otros órdenes de gobierno. Que la fórmula de gobierno de un solo hombre se impone y con ello la sensación de que formas autoritarias toman cuerpo.
Reconsiderar lo caminado con la intención de cambiar a México no es algo de lo que gobernante alguno deba avergonzarse. Más aún, es práctica obligada de todo gobierno que pretenda ser reconocido como un buen gobierno republicano y democrático. Como queremos todos los mexicanos que sea el actual y los que sigan, conformados bajo la observancia más estricta de respeto de los métodos y criterios democráticos.
Decir que vivimos momentos de alarma por el rumbo que desde sus cúpulas se está imponiendo al Estado no es un abuso de la hipérbole; menos algo que responde a malas intenciones y peores prácticas de política. Nos urge deliberar y conversar, ésa debe ser ya la convocatoria principal, maestra, de nuestro gobierno. Porque la democracia y el entendimiento pacífico, civilizado, republicano, están en riesgo. Toca a todos, y en primer término, al gobierno y a su presidencia a actuar en consecuencia.