Estás haciendo algo y te asalta el recuerdo de que eso mismo ya ha pasado antes. Lo ya sentido, vivido o visitado habita, extrañamente, lo que está sucediendo por primera vez. El acto contiene su propia evocación. Te sobresaltas y, en seguida, tratas de hacer memoria pero no puedes precisar el recuerdo. Es algo que nos sucede pocas veces en la vida pero, de esa sensación, tenemos la certeza de que la memoria no es posterior al hecho, sino simultánea. No suceden las cosas y, luego, las guardamos en el recuerdo, sino que presente y remembranza surgen al mismo tiempo. Lo que llamamos presente tiene esa duplicidad inquietante: al percibir el presente cambiamos de memoria. De ahí que Benedetto Croce dijera célebremente: “Toda historia es contemporánea”.
Además de lo que les pasó con los neurólogos que estudian el déjà vu –y que les contaré más abajo–, lo que le resultó más interesante a los filósofos, como Henri Bergson, fue la idea de posibilidad. “Cuando la realidad se crea, encuentra que todo el tiempo ha sido posible”. A eso, Bergson lo llamó “la memoria del presente”, es decir, el hecho de que lo posible no precede a lo real, sino que se crean juntos: su forma se refiere al pasado y su contenido a la actualidad. El pasado del presente asume el papel de lo que siempre fue posible. Cuando se repite que “el habría no existe”, se le quita a la memoria del pasado la potencia de lo que podría suceder. De igual forma, cuando se repite con fatalismo “que ya todo está hecho y dicho, salvo su repetición”, se le despoja al presente de la facultad que tiene de cambiar el contenido y el significado de las formas pasadas.
Digo esto porque una de las decenas de disputas que presenciamos ahora es entre maneras de percibir la memoria del presente. Por un lado, se ha extinguido por cansancio la idea de que la historia se habría terminado, recién llegados a una eternidad comercial, política y hasta artística, en la que ya todo estaba dado, salvo el nuevo empaque. Ese final cancelaba el tiempo –obsesión de Occidente– y encontró su remedo tecnológico en lo instantáneo, desde las telecomunicaciones hasta la comida rápida. Del otro lado, se percibe el tiempo en su potencia y se resume en la frase tan socorrida: “lo viejo no acaba de morir, lo nuevo no termina de nacer”. Se analiza “el acontecimiento” al que se entra de espaldas, viendo las derrotas del pasado con la confianza de que ahí estaba ya lo que siempre fue posible. Para los del fin de la historia, el presente es un anacronismo. Para los de la transformación es una regeneración, en el sentido de los naturalistas que estudiaron cómo les volvía a crecer la cola a las lagartijas: la potencia del pasado. Estamos hablando de dos formas de percibir la memoria del presente y que construyen, a su vez, dos tipos muy distintos de seres: unos habitan, de hecho, el final de la historia donde sus consumos, placeres, y juegos los mantienen contentos, sin mayor innovación que lo que dicta el paso de Facebook a Meta –el reclamo es: “¿Por qué el Presidente se la pasa hablando del pasado?”–; otros encuentran su posibilidad de felicidad en recuperar lo que pareció perdido, como la política, el arraigo, o la justicia por compensación al desequilibrio, el dolor y la humillación de décadas. Su reclamo es: “¿Por qué no cambia todo de una buena vez?” Es otra forma de mirar tanto la despolitización que se refugia en la vida privada como la politización de los ninguneados: la historia no es sólo algo que se investiga, transmite y debate, sino una experiencia vívida de lo que está pasando. En eso podrían concordar ambos bandos.
Los neurólogos han descubierto que cada vez que recordamos algo, las conexiones cerebrales se modifican. No es sólo que se reconecten, sino que se asocian de nuevas maneras cada vez. Eso se debe a que no sólo tenemos recuerdos móviles, sino que construimos memoria; es decir, las narraciones que atan o desatan las reminiscencias. Un clásico es la discusión de un acontecimiento en una pareja o entre hermanos. Hay tantas versiones como participantes. Ya no digamos el significado que cada quien les da. Los antiguos griegos estuvieron muy interesados en las memorias del presente. En las tragedias de Esquilo, por ejemplo, hay algo del pasado que el personaje no supo interpretar y, de ahí, su destino terrible. Por no saberlo leer, Edipo se condena a sí mismo a ya no volver a mirar más el mundo. Ese no-saber se fue convirtiendo, con los siglos, en la “necesidad histórica”, que debía ser leída para no caer en sus abismos. Los neoliberales no quisieron ver la desigualdad y violencia que su sistema generó. La Cuarta Transformación se abisma en la impartición de justicia.
El coro en las tragedias griegas tenía un don que se le negaba a los personajes. Esquilo lo llamó la visión del monstruo, “terascópica”. Es como si pudiéramos ver, al mismo tiempo, el acontecimiento, las posibilidades, y las consecuencias. Lo hemos confundido con la premonición, pero es más como si pudiéramos ver el paisaje completo, de una sola ojeada, el conjunto. Afortunadamente, carecemos de esa visión de lo monstruoso, de los descomunal. Sería como saber de antemano las respuestas a las preguntas que Kant dijo que eran comunes a todos los seres humanos: “¿Qué puedo saber?, ¿qué debo hacer?, y ¿qué cabe esperar?”. Nadie las sabe y por suerte esa visión está limitada a esas pocas veces en que creemos que ya hemos vivido lo que estamos viviendo. Un tiempo que nos estremece y desconcierta como la idea misma del infinito. ¿O es que usted siente que ya había leído antes esta misma columna que termina con un signo de interrogación?