La historia, expone en sus libros polifónicos la escritora y periodista nacida en Ucrania, Svetlana Aleksiévich, no es una sucesión de nombres, fechas y lugares, sino un coro de voces de personas comunes, sencillas, que tienen una biografía muy distinta a la de los políticos y los poderosos.
La historia es una sinfonía de emociones, historias personales, vivencias, anhelos, ilusiones y destinos. La historia es lo que ocurre mientras observamos, reflexionamos, nos asombramos y analizamos.
Los acontecimientos en Ucrania tienen impacto emocional, económico, político, y en el ámbito cultural levanta cejas, despierta indignación, mueve incluso a risa: las prohibiciones de la música rusa en salas de concierto europeas y gringas, la lapidación mediática de artistas rusos. La sinrazón.
Mientras Svetlana Aleksiévich termina el libro que está escribiendo sobre la guerra en Ucrania, llega a México una obra que aporta luces sobre los acontecimientos en la cultura musical: Clásicos para las masas. Moldeando la identidad musical soviética bajo los regímenes de Lenin y Stalin, de la experta británica Pauline Fairclough, publicado en México por Akal Música, la mejor editorial en temas musicales en el orbe. Este libro se consigue en la librería de La Jornada y es la materia de nuestro Disquero de hoy.
¿Cuándo se convierte la tradición en apropiación y cuándo la biografía en cambio de imagen? La respuesta, por supuesto, es: nunca. Lo único que cambia es la perspectiva cultural.
Ese es el punto de partida de la autora para lograr una radiografía del gusto musical de los ciudadanos rusos entre 1920 y 1930: los primeros años de la revolución, aunque su estudio llega al final del régimen soviético y, he aquí la parte fundamental, los métodos de apropiación, biografía manipulada y mercadeo ideológico compete al resto de las sociedades del mundo. Así se comporta el gusto musical, la imposición de ese gusto y, sobre todo, así operan las decisiones de los poderosos a la hora de prohibir.
“Con toda probabilidad, cuando se trataba de prohibiciones se debían al capricho de las personas y, por tanto, estaban sujetas a cambios repentinos. Por ejemplo, un burócrata de alto rango podía decidir que una obra en particular era repertorio inadecuado; consecuentemente, la obra desaparecía de los programas, para reaparecer en el momento en que el burócrata era sustituido.”
Pone un ejemplo la autora: “la mujer de Lenin, Nadezhda Krúpskaya, se encargó personalmente de purgar las librerías rusas de las obras de Pushkin a lo largo de la década de 1920 y un ciudadano soviético entrevistado en 1950 informó que hasta 1935 no se pudo leer a Pushkin ni a Tolstoi porque eran considerados aristócratas”.
El golpe más brutal contra la cultura lo cometió Stalin cuando lanzó su furia contra Shostakovich y se obsesionó con ese compositor por razones personales tan ridículas como la envidia: Shostakovich era amado y respetado, muy exitoso, mientras Stalin era un pobre diablo a quien nadie quería y se conformaba con ser temido.
La conformación del gusto musical estuvo sujeto a los gustos individuales, los caprichos, las modas culturales, las luchas de poder y las poderosas fuerzas de estrategia política, con consecuencias muy dramáticas: podían suponer la diferencia entre la vida y la muerte para los trabajadores de la música.
De hecho, “la cuestión acerca de qué música ofendía a quién, y por qué, no es siempre tan predecible como podríamos pensar”.
Documenta Pauline Fairclough:
“En cuanto a los compositores rusos, Chaikovski y, en menor medida, Glinka, eran los que más necesitaban una revalorización a finales de la década de 1930. Ambos habían sido en vida manifiestamente monárquicos y políticamente conservadores, pero eran demasiado valiosos para rechazarlos y por ello fueron objeto de reiterados intentos tanto por abrumar al público soviético con su grandeza, como de suprimir los detalles biográficos que pudieran contradecir la ideología soviética imperante (como la formación europea de Glinka, la homosexualidad de Chaikovski o la intensa relación de este con la cultura europea). Esto no deja de ser una especie de apropiación, que se nutre directamente de las mismas cuestiones culturales y políticas que las de Bach y Händel: la construcción de un canon y la reivindicación de un alto estatus cultural, tanto en términos del pasado como del presente de Rusia”.
Ya habían existido intentos tempranos de situar a Bach en la línea de tiempo marxista del “progreso”. De forma similar, Haydn y Mozart podían haber dependido en su época del auspicio aristocrático, pero debían ser considerados como miembros del así llamado “Tercer Estado”, el título que se daba en la Francia prerrevolucionaria a aquellos que no eran miembros del clero ni de la aristocracia. “En otras palabras, eran miembros de la creciente burguesía del siglo XVIII, que derrocó el feudalismo medieval y sentó las bases del republicanismo y la democracia”.
Sucedió entonces una “canonización soviética” de Bach en los años treinta y su reformulación como compositor dramático más que religioso. Bach tuvo que esperar hasta mediados de los años 30 para ser relanzado como “compositor soviético”.
Los devaneos de los líderes soviéticos para apropiarse de compositores que los prestigiaran, llegaba a lindes del ridículo. Para librar el tema de la música religiosa de Bach, por ejemplo, el crítico Anton Uglov llegó al extremo de decir que “un hombre con tantos hijos no podía ser tan religioso”.
Aunque el estatus de clásicos de Beethoven y Mozart siempre fue firme, fue necesaria una cierta labor de marketing para construir sus identidades soviéticas: “No es de extrañar que la vida de Beethoven proporcionara a los escritores una rica provisión de anécdotas que ilustraban sus inclinaciones ‘democráticas’ o ‘revolucionarias’, mientras que la vida de Mozart ofrecía pocas agarraderas en ese sentido”.
Pero le hallaron el modo: “los escritores se centraron en la imagen romántica de un Mozart abandonado por sus amigos y ricos patronos que falleció en la más extrema pobreza, una forma de presentarlo indirectamente como una víctima de la historia”.
Beethoven gozaba de un estatus en la Unión Soviética comparable al de Shakespeare. “No fue difícil crear la imagen soviética de Beethoven como un artista cuya música se inspiró directamente en la Revolución francesa y en la retórica de libertad personal e igualdad fraternal que la acompañó. Beethoven fue un modelo obvio para los compositores soviéticos, ya que representaba una mezcla ideal de atractivo popular y contenido ideológico detectable”.
Tocó así el turno de Franz Schubert:
Encarnaba, aseguraron los burócratas, “al nuevo ciudadano burocrático, y su música apelaba al nuevo tipo de oyente, así como a un nuevo público democrático. Como compositor, Schubert era de la misma categoría social que su audiencia, y de este modo pudo reflejar sus gustos e intereses con más éxito que si hubiera pertenecido a un medio aristocrático”.
A Héctor Berlioz le fue mucho mejor, poseía una biografía “lógicamente respetable, o al menos un cierto historial de simpatías revolucionarias”.
Mientras, se ensalzaba al Wagner revolucionario mientras que los aspectos reaccionarios del compositor eran “sumaria y convenientemente pasados por alto”. Wagner les venía bien por: “los sueños de un superhombre, la inmortalidad, la muerte de un mundo caduco y el nacimiento de uno nuevo, y la sustitución de la fe cristiana por la creencia en el potencial de la humanidad para la grandeza”.
Apunte fundamental de Pauline Fairclough: “1937 marcó el comienzo de una nueva fase en la historiografía soviética que situó explícitamente a Rusia en una posición de autoridad nacional sobre todas las demás repúblicas soviéticas”.
Con el giro hacia el nacionalismo ruso, las purgas estalinistas tuvieron gran impacto en la vida musical. El caso de Shostakovich, acosado a muerte por Stalin, es tan sólo la punta del iceberg.
Los valiosos argumentos documentales que proporciona la musicóloga Pauline Fairclough en su magnífico libro “Clásicos para las masas”, ofrecen una panorámica distinta al clima, en estos días de guerra en Ucrania, de linchamientos europeos y estadunidenses contra lo que llaman “música rusa”.
No solamente los muestran aún más ridículos, intolerantes, obtusos y abyectos, sino que los desnudan por completo: la historia de la música está poblada de apropiaciones, manipulaciones políticas y actos de soberbia como las de los modernos Atila, Stalin y demás titiriteros que andan prohibiendo a Chaikovski y a todo lo que les parece ruso.
De plano, recomiendo la escucha de una bella novedad discográfica: Flower Waltz, álbum que captura pasajes bellísimos de la bellísima música de Chaikovski. Ah, y dos versiones de la Obertura 1812: la de Erich Kunzel y la de Antal Dorati, porque en ambas suenan cañones y campanas de verdad, no como los fantoches prohibidores, a quienes les cantamos con singular ironía y a coro la siguiente rolita: ¿No que no tronabas, pistolita?