Hace días Hugo Aboites tituló un artículo preguntando: “¿Por qué no hay un cambio en educación?”. Las hipótesis que analizó plantearon nodalmente que, para una reforma profunda que transformara el sistema educativo, se requeriría no sólo el apoyo de importantes y diversos sectores, sino tambien la mayoría legislativa o recurrir a cambiar leyes secundarias. Analizó diferentes elementos para concluir que la reforma necesaria no ha avanzado.
Coincido con la conclusión y profundizo en un aspecto central: desde hace más de 30 años se ha construido sistemáticamente un importante entramado de estructuras de evaluación (Ceneval, Comipems, Conaeva, Conpes, Ciies, Conacyt-SNI, Carrera Magisterial, Sistema Nacional de Estímulos al Desempeño Académico, Inee, etcétera), supuestamente autónomas, técnicamente “intachables”, operativamente “imprescindibles”. Estas instituciones han logrado imponer la posibilidad de estandarizar, medir, clasificar, seleccionar y certificar la tan invocada calidad educativa. Establecen las reglas de una competencia académica “impoluta” y una competitividad educativa “eficiente”. No importa en absoluto que sus resultados palpables sean la mercantilización, una creciente desigualdad y privatización de la educación. Nació así la “era de la evaluación” (Díaz Barriga y Barrón, 2009), caracterizada por su estrecho vínculo a objetivos financieros, predominio de una burocracia tecnocrática en la evaluación y desarticulación de programas.
Paralelamente se trabajó la noción de Estado evaluador, es decir, la evaluación entendida como una función estatal constitucional, como el principal instrumento de intervención estatal en educación. Estatal, en primer lugar, porque no ha sido una política gubernamental, sexenal o partidaria; son más de 30 años añadiendo, eslabonando y perfeccionando las estructuras que la integran hasta llegar al punto culminante con la reforma peñista; proceso aupado siempre por los pactos partidarios-empresariales. Estatal, en segundo lugar, porque deviene del condicionamiento y criterios internacionales aceptados y suscritos con el BM, OCDE, FMI, constituye un proceso más de la globalización y de los tratados de libre comercio. En tercero, esta estructura dominante ha permitido direccionar y controlar el gasto educativo en todo el sistema, seleccionando cuidadosamente las áreas de inversión (las de calidad) y las de abandono (las no idóneas sean escuelas, proyectos, alumnos, profesores), las estructuras de evaluación han tenido un aumento sostenido de presupuesto de 200 por ciento (Mendoza Rojas, 2002), cercenando incluso los presupuestos directos de las instituciones educativas, moldeando salarios e ingresos, proyectos de investigación, matrículas, programas de “excelencia”, contrataciones, apoyos a procesos institucionales, en todos los niveles educativos. En cuarto lugar porque de manera indirecta (la sutil evaluación) han logrado establecer los perfiles de ingreso y egreso, los programas, los proyectos, contenidos, actividades, la formación y sobre todo los resultados requeridos en todos los procesos educativos y para todos los sujetos involucrados en el SEN, puesto que el que examina y selecciona, es quién define lo que se hace y sabe. Por último, lo es porque la estructura de evaluación se ha convertido en estructuralmente funcional para la operación de todo el sistema, es decir, es ya inherente al mismo. Por tanto, la posible eliminación de la estructura de evaluación, en opinión de los abundantes “expertos”, pone en riesgo la misma operación de la educación.
Uno de los daños mayores de la implantación del amplio sistema que evalúa los múltiples procesos y acciones educativas, ha sido la penetración total de los valores y comportamientos meritocráticos que conlleva imponerse en la evaluación estandarizada y/o clasificatoria (mide cuánto has producido o “sabes” y no sus virtudes). Es entonces la escalera idónea para el éxito social, para alcanzar niveles de ingreso muy por encima del salario promedio, de excelencia intelectual, de producción de calidad, de ingreso a las mejores opciones para adquirir capital educativo; la escalera para convertirse en un experto cotizado y renombrado. Nadie prácticamente que esté incluido en las zanahorias grandes o pequeñas del sistema está dispuesto a dejarlo. Nadie intenta, ni logra pensar una reforma para un sistema alternativo que permitiera equilibrar salarios, volver al trabajo en equipo, hacer que las instituciones públicas sean iguales y equitativas, donde el compromiso social prevalezca. La competitividad se expresa plenamente en la noción de muchos: si tengo más puntos y constancias, debo recibir más y el que quiera más que los consiga. Como señaló Eduardo Ibarra Clado: “el homo academicus se ha convertido en el homo economicus”.
Este Estado evaluador es profundamente burocrático. Cientos de funcionarios y expertos anidan en sus estructuras, miles de millones de pesos están en juego. Impera por encima de principios, valores, propósitos e ideales educativos. Eliminarlo, eliminar sus estructuras funcionales es una batalla muy difícil. Derogar y desmantelar las instituciones que sustentan el andamiaje meritocrático es vital, pero un reto que parece casi imposible. La sola mención de la desaparición de los estímulos, los exámenes estandarizados de ingreso, egreso, las certificaciones basadas en exámenes de opción mútliple y toda la parafernalia evaluativa provoca verdaderas revueltas que imposibilitan cualquier intento de consenso. La reforma sólo logró eliminar las acciones e instancias punitivas peñistas, pero nada más.
* Investigadora de la UPN. Autora de El Inee