Al igual que en el corrido, andan echando mano a sus fierros como queriendo pelear. Pero ahora no nada más en domingo, sino todos los días y a cualquier hora. Los ánimos políticos se han salido de su cauce, de madre, por lo cual decir que están desmadrados no es una exageración.
En el exacerbado clima político que vivimos no hay interlocutores, sino, considera cada bando, aviesos contrincantes a quienes solamente les mueve recuperar antiguas prebendas o asegurarse lealtades mediante una feria de programas sociales. En la polarización se pierden los matices y se echan por la borda observaciones y aportes que para nada están motivados por la nostalgia de regímenes anteriores ni pretensiones restauracionistas o, por otra parte, mera búsqueda de votantes cautivos.
Aunque no de manera automática, las acciones son precedidas por ideas verbalizadas. Aquéllas nacen de conceptualizaciones que hacemos acerca de la licitud, o no, de ciertos comportamientos. Las conductas, normalmente son modeladas por imaginarios que construimos para interactuar personal, familiar y socialmente. He aquí la importancia de no trivializar las expresiones que menoscaban a quienes se tiene por adversario(a)s. Los grados que alcanzan las lides semánticas son importantes, no es lo mismo un intercambio de argumentaciones con datos que un concurso de improperios, donde la meta es el aniquilamiento simbólico de la contraparte.
Sobre la existencia de otras voces y presencias con cierta frecuencia regreso a los escritos del gran periodista Ryszard Kapuscinski. Él, magistralmente me parece, sintetizó experiencias y aprendizajes en sus recorridos geográficos e interculturales en el libro Encuentro con el otro (Editorial Anagrama, Barcelona, 2007). Apunta que la extensa historia humana localiza tres posibilidades ante el encuentro con el otro: es factible elegir la guerra (simbólica o real), atrincherarse tras una muralla o entablar un diálogo. Es decir, intentar la conquista mediante la violencia, encerrarse y tratar de ignorar la existencia del mundo, o aventurarse a encontrar puntos de contacto con quienes inicialmente nos resultan extraños.
¿Quiénes son los otros? Los otros son aquellos que no son como yo, los que tienen idioma, color de piel, gustos, creencias, preferencias políticas y prácticas distintas a las mías. De una constatación fáctica, su diferencia, se procede a sacar conclusiones valorativas: lo mío es mejor y más valioso, lo de ellos es peor. De ahí que muchos conglomerados humanos se describan a sí mismos como el parámetro de lo que es la humanidad verdadera y, en consecuencia, los demás son falsificaciones. Yo siempre soy otro para alguien, un extraño que puede mover a curiosidad, identificación solidaria, invisibilización o representación del indeseable.
En Pequeña crónica de grandes días, Octavio Paz relata un episodio que lo “marcó hondamente”. Asistió en 1937 al segundo Congreso Internacional de Escritores Antifascistas, que se inició en Valencia el 4 de julio. Con un pequeño grupo fue a la Ciudad Universitaria de Madrid. Recordaba que “guiados por un oficial recorrimos aquellos edificios y salones que habían sido aulas y bibliotecas, transformados en trincheras y puestos militares. Al llegar a un amplio recinto, cubierto de sacos de arena, el oficial nos pidió, con un gesto, que guardásemos silencio. Oímos del otro lado del muro, claras y distintas, voces y risas. Pregunté en voz baja: ¿quiénes son? Son los otros, me dijo el oficial. Sus palabras me causaron estupor y, después, una pena inmensa. Había descubierto de pronto –y para siempre– que los enemigos también tienen voz humana”. Hace muchos años, cuando leí las líneas anteriores, me pregunté, ¿del otro lado del muro, los fascistas, habrán llegado a la misma conclusión?
Tanto en espacios tradicionales como en la galaxia cibernética pululan linchamientos simbólicos, holocaustos purificadores con víctimas propiciatorias, cuyo sacrificio se justifica con infinidad de consignas. Los guardianes de la pureza ideológica, religiosa, política, cultural y en otros campos, son creativos para minimizar las voces que presentan puntos de vista alternativos y que por exponerlos resultan vituperados copiosamente.
Cuando el lenguaje es enarbolado como daga el entorno se vicia y decrece la posibilidad de entendimiento. La cuestión no es ya buscar comunicación, sino imponer un juicio, absolutizar un parecer. Se repite, una y otra vez, lo escrito por Lewis Carroll sobre el cinismo de uno de los personajes por él creados: “Cuando yo uso una palabra –dijo Humpty-Dumpty con un tono burlón– significa precisamente lo que yo decido que signifique: ni más ni menos. El problema es –dijo Alicia– si tú puedes hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes. El problema es –dijo Humpty-Dumpty– saber quién es el que manda. Eso es todo”. Y en esto el poder puede ser político, pero también económico, eclesiástico, patriarcal y de otros tipos.