El metaverso fue descrito minuciosamente en el texto “El mundo hecho por los niños” el 23 de septiembre de 1950. Su autor no buscaba prever el futuro sino prevenirlo.
Ray Bradbury tenía entonces 30 años, una formación académica que no pasó de la preparatoria, aún no había publicado Crónicas marcianas, escribía todos los días y vivía con su mujer y una hija en la penuria. Ya no vendía periódicos pero sus ingresos eran precarios. Aun así, sus constantes visitas a las bibliotecas públicas y su gusto por la ciencia le habían afinado la capacidad de conectar mundos distantes y distintos a partir de los datos duros y la imaginación.
En su texto “El mundo hecho por los niños”, Ray Bradbury da cuenta de dos niños que viven fascinados en una casa inteligente que cuenta con “la guardería”, una habitación donde la inteligencia artificial, la realidad aumentada y la realidad virtual son capaces de conectarse telepáticamente con los pequeños y reproducir cualquier cosa que ellos imaginen.
En el cuento, los pequeños imaginan a sus padres siendo devorados por unos leones en la pradera africana. Como el mundo real y el metaverso son una y la misma cosa, los padres mueren una vez y otra, y otra más en un loop que se multiplica de manera incesante.
Si el cuento de Bradbury, que renombró con el título de “La pradera”, me impactó profundamente, en 1999 apareció una película que me hizo recordarlo. El relato y la cinta no compartían la trama, pero sí ese otro mundo, el metaverso, como lo llamamos ahora, donde la realidad virtual y la realidad a secas son una y la misma cosa.
Después de verla un par de veces, pensé que era la mejor cinta de las últimas décadas. Su contenido filosófico, la hipótesis verosímil de hacia dónde nos lleva la tecnología y la poderosa forma visual en que nos presentaba la historia me sacudieron. ¿Exageraba?
Para salir de la duda telefoneé a Londres para consultar a uno de los mejores críticos de cine que conocía. Guillermo Cabrera Infante me dijo que no exageraba y fue muy claro en añadir que Matrix marcaría al cine del futuro con su poderoso e innovador lenguaje visual y “tal vez” a nuestra vida misma.
Hoy el metaverso refrenda lo dicho por Cabrera Infante. Cada vez más habitamos un mundo virtual para interactuar con los otros. El mundo virtual en la cinta de las hermanas Wachowski y en el cuento de Bradbury no es un mundo paralelo al que conocemos: forma parte del mismo.
El metaverso es un mundo digital compartido como no se ha tenido, como ni siquiera se ha vislumbrado, nos dicen expertos como Humberto Sossa, jefe del Departamento de Robótica y Mecatrónica del IPN.
Un mundo inmersivo tridimencional donde de manera virtual intercambiamos emociones, dinero, proyectos como no lo hemos hecho. Ahora mismo ya podemos comprar espacios, terrenos en esa zona digital que continúa desarrollándose y empiezan a organizarse conciertos a donde podremos asistir más temprano que tarde y convivir con otras personas a través de sus avatares diseñados según nuestro gusto... y presupuesto.
El que cada día las personas prefieran “habitar” más esos mundos digitales alternos y menos el mundo físico nos debe alertar sobre varias cosas: quién o quiénes están diseñando esa otra realidad, cuáles son sus límites éticos y morales, cuáles sus objetivos más allá del lucro.
La mayor libertad para socializar con otros en ese mundo inmersivo implicará también un control creciente sobre nuestros actos y emociones y una vigilancia constante.
En un mundo controlado por los algoritmos, nos dice Byung-Chul Han, el ser humano va perdiendo su capacidad de obrar por sí mismo, su autonomía. “Se ve frente a un mundo que no es el suyo, que escapa a su comprensión. Se adapta a decisiones algorítmicas que no puede comprender”.
Los algoritmos, nos dice con certeza, son “cajas negras”: el mundo se pierde en las capas profundas de las redes neuronales “a las que el ser humano no tiene acceso”. La información cifrada en el lenguaje binario “por sí sola no ilumina el mundo. Incluso puede oscurecerlo”.
¿Evitaremos las fake news en ese mundo sofisticado?¿Los espejismos digitales? Si la excitación y las emociones serán el ingrediente esencial para invitarnos a habitar esos mundos tridimensionales, ¿qué garantiza que los aprovecharemos con lo mejor de los otros y de nosotros?¿Cómo evitaremos las campañas de odio, los prejuicios, los neonazis, la misoginia?
Si las grandes plataformas digitales como Internet son el resultado de la inversión de instituciones públicas, por ejemplo, las universidades y la milicia, las nuevas reglas para desarrollar esos mundos deberían elaborarlas instituciones públicas, la academia y los novísimos inversionistas que han aprovechado el capital de riesgo en el que inicialmente no colaboraron.