La adquisición de Twitter, una de las plataformas de comunicación más exitosa de las últimas décadas, a manos del multifacético y no menos controversial empresario Elon Musk ha suscitado un sinfín de reacciones en diferentes ámbitos de la sociedad. No es para menos, tratándose de un medio en el que millones de personas se comunican diariamente y reciben la más variada información.
Y, lo que es más importante, es uno de las plataformas favoritas de quienes forman opinión y de quienes toman decisiones en el ámbito de la política, la economía, la cultura y el deporte, facultados para, si no cambiar el rumbo de una nación, si de desenlazar movimientos políticos sociales y económicos capaces de desestabilizar cualquier país. Un dramático ejemplo de esto último fue la forma en que el ex presidente de Estados Unidos, Donald Trump, utilizó Twitter para difundir todo tipo de desinformación, mentiras y hasta amenazas a quienes estuvieran en desacuerdo con su forma de pensar y actuar.
Es indudable que la forma en la que usó y abusó de ese medio causó más de un desaguisado en la sociedad. Por sólo mencionar uno de los más graves, la asonada del 6 de enero de 2021 en la que sus seguidores tomaron por asalto el Congreso de Estados Unidos.
Las restricciones que la propia corporación ha realizado en esta plataforma no han sido suficientes para evitar el abuso en los mensajes que se envían. El margen de discrecionalidad sigue siendo amplio y la moderación no es su característica principal. Hay que imaginar lo que puede ocurrir ahora, cuando una sola persona defina su política, sin la interferencia de un grupo diverso que democratice y regule las normas de esa corporación. A diferencia de una fábrica de televisores, de licuadoras, zapatos, o de automóviles cuya influencia en los compradores está en relación directa con la calidad y la competencia de otros productos similares, en el caso de Twitter lo que se difunde además de información son opiniones capaces de transformar la idiosincrasia y la cultura de algunos sectores de la sociedad. De ahí que será difícil contrarrestar la posibilidad de que su dueño tenga la capacidad de tergiversar los mensajes con informaciones segadas, equivocadas o falsas.
No hay duda de la genialidad ni de la ilimitada creatividad del señor Musk, cuya riqueza se estima en un trillón de dólares, que promovió la fabricación industrial del primer auto eléctrico, y construir con sus propios recursos una empresa privada que tiene la capacidad de enviar a seres humanos al espacio y compite y supera a la Agencia Nacional de Aeronáutica y el Espacio (NASA) en algunos aspectos, amén de otras tantas empresas en los más diversos sectores de la economía. El hecho es que nadie sabe a ciencia cierta lo que “el hombre del año”, según la revista Time, piensa sobre el bienestar de la humanidad, hoy en este planeta, salvo que ha prometido salvarla enviándola a Marte.
Cabe pensar hasta dónde puede influir Musk en la dirección del país, como en cierta medida lo ha hecho el señor Murdoch con su cadena de medios informativos, Fox uno de ellos, y su capacidad para distorsionar la información. El caso es que Twitter supera con mucho todo el auditorio de esa cadena. Se estima que 22 por ciento de los estadunidenses acceden a esa plataforma sistemáticamente, de ahí su gran capacidad de influencia en esta que alguien definió como la chatening class, bombardeada por las ocurrencias que esta ubicua y simpática ave es capaz de difundir.
No hay un consenso sobre el rumbo que tomará Twitter, en el caso de concretarse su compra por Musk, pero de lo que no hay duda es su apuesta por la irrestricta libertad de expresión, sin matices ni moderación alguna. Las próximas elecciones pudieran ser el termómetro para medir el poder real de un personaje guiado esencialmente por un espíritu “libertario” que en su conocida grandilocuencia y gran ego bien pudiera afirmar: la democracia tiene alas y vuelan a donde yo lo considere conveniente.