Aunque con frecuencia me da por renegar de mi suerte, reconozco que no una, sino muchas veces esa misma suerte, a la que increpo, me ha salvado de varias desgracias y una que otra catástrofe. Esto, sin que mediara en mi consciente ni siquiera un mínimo pálpito de lo que pudiera haberme ocurrido y que por simple suertudo no me tocó. Una abuela, la mayor de todas, totalmente lejana a la racionalidad, lo explicaba todo diciendo: Chacho (o sea yo, hace ochenta años o ayer), no dejes de agradecer cuando te encomiendo a… (aquí se abría una amplísima nómina de santos, vírgenes y devociones: la virgencita del Sagrado Corazón, el Santo Cristo de la Capilla, el Santo Niño de Atocha, San Judas –el bueno, obviamente, o sea Tadeo, no Iscariote–, a quienes siempre les encarezco librarte de todo mal. ¡Amén! Pues bien, pese a lo anterior, hay un sino malvado que durante una docena de años me persigue: los días considerados feriados, festivos o inhábiles siempre son los vecinos (anteriores o posteriores) de los lunes, cuando la (cada día más abrumada) columneta debe pasar lista de presente en las honorables páginas de este diario. Véase como ejemplo más cercano el día de hoy, lunes 2 de mayo. Ayer domingo se celebró, en medio mundo, el Día del Trabajo y lo más atractivo de este festejo es, precisamente, que esta fecha no se labora. Por eso, cuando el 1° de mayo cae en domingo, miles y miles de seres humanos nos lamentamos de nuestra perra suerte.
Y, para no faltar a nuestra costumbre de echar culpas hasta a los mismos dioses, la columneta les deja una muy verificable propuesta de culpabilidad: el único responsable de este trágico desfase que nos privó de un merecido día de asueto no es otro que el bilioso y temperamental padre Cronos. Dice mi lexicón o tumbaburros, que éste era hijo de Urano (el cielo) y de Gea (la tierra). Cronos no se distinguía por su buen carácter, por lo que en uno de los cotidianos altercados que tenía con su padre, decidió expulsarlo y desterrarlo del Olimpo. Como suele darse en estos círculos del poder, alguien le aceleró la paranoia asegurándole que había escuchado, de “fuentes generalmente bien informadas”, que él, a su vez, sería inevitablemente derrocado por uno de sus hijos. Ante esta versión predecesora de las contemporáneas fake news, don Cronos tomó la gastronómica decisión de zamparse a todos sus hijos, aun antes del celestial destete, pese a que, en varias ocasiones, se encontraba francamente inapetente. La razón de la atingencia en el cumplimiento de su dieta alimenticia es del todo comprensible: quien le pasó la nota de ocho columnas sobre las aviesas intenciones de sus vástagos no le supo dar el nombre de quién, entre los seis, era el Luzbel del Olimpo (¿cuál será el gentilicio de los nacidos en el Olimpo?).
Pero basta de este trágico día (que ya va a la mitad) y que, durante su transcurso, no ha dejado de recordarme acontecimientos en fechas semejantes, pero de hace muchos, muchos años. Eran los últimos días de abril (de no sé qué año) y el 1º de mayo se cernía sobre nosotros como una cita obligada para la que no estábamos preparados. Los representantes de los grupos izquierdosos de la universidad nos reunimos en un salón de Economía, el tema obvio de la reunión era el desfile obrero. Después de los rollos de todos los presentes que, ante un micrófono se convierten en demóstenes, píndaros o cicerones, todos coincidimos en que las “condiciones objetivas” no nos eran favorables como para tratar de intervenir en el acto oficial. Contritos, resignados, pero en el fondo íntimamente satisfechos, nos retirábamos de tan productiva reunión, cuando una pequeña mujer se interpuso entre la puerta y nosotros, increpándonos más o menos así: “¡Claro, dejen sola a la clase obrera! No importa que la engañen y la burlen. Ustedes ya son más de allá que de acá. Se les ve, se siente, ninguno de ustedes quiere estar presente”. La verdad, estas palabras tocaron mi espíritu norteño y caí. Mañana estaré allí, prometí. Y estuve y me involucré. Nos entreverábamos con los contingentes e iniciábamos una polémica unos con otros, denunciando al gobierno y su complicidad con los patrones. La gente se picaba y comenzaba a interactuar, hasta que llegaban los agentes de Gobernación, del servicio secreto y “las orejas” nos identificaban y pa’dentro de las patrullas. Llegando a casa me comuniqué con Monsi y le conté todo. Me dijo, en uno de sus extraños consejos en serio: “Ortiz, los provocadores de buena fe son más peligrosos que los profesionales de la causa enemiga”. Las sabias razones en que sustentó su dicho se las debo, pero considero mi obligación compartirlas. ¿Me permiten?
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