En sus últimos minutos de vida, mientras caminaba sola y de madrugada por el borde de la carretera y miraba luego a través de la ventana de un desolado edificio, Debanhi, estudiante de la Universidad Autónoma de Nuevo León (UANL) tuvo que vivir como experiencia extrema y final de su vida el mismo vacío en que hoy muchas jóvenes diariamente enfrentan una atmósfera nacional que se les ha vuelto irremediablemente hostil. Y donde el Estado queda lejos, demasiado lejos e ineficiente como para ofrecer un auxilio eficaz y menos, un cambio permanente.
Este hueco inmenso que habitamos, pero más las casi niñas, las jóvenes y mujeres nunca podrá ser llenado con declaraciones e iniciativas de Estado. Hoy está deslegitimado como torpe, descuidado y no pocas veces por instintivamente proclive a escamotear la verdad y a distorsionar los hechos. Con frecuencia, más preocupado por evadir responsabilidades que por defender a las víctimas y resolver los hechos. Pero tampoco puede llenarse porque al concebirse que el gobierno es el Estado y que por tanto, una vez denunciado el hecho ante la oficina gubernamental correspondiente, ya no quedan otros espacios a los cuales acudir. Y lo que toca es esperar y a veces presionar en las calles.
Se pasa por alto, sin embargo, que hay toda una miríada de espacios que no son gobierno, pero sí parte del Estado y que si actuaran y salieran a defender a las mujeres serían capaces, por saturación, comenzar a cambiar esta atmósfera mortal y permisiva. Un clima que sobre todo prospera gracias a la ausencia de un masivo frente que de manera definitiva y contundente salga a defender la vida de niñas y jóvenes (y de paso establece un clima de freno a la violencia que hoy acosa a todos, hombres y mujeres adultas). Ese frente, sin embargo, no se constituye porque el gobierno establece o propicia normas, climas y un discurso que activa y eficazmente alienta a los individuos a no organizarse, no luchar, disciplinarse. Porque, además, porque el gobierno, a pesar del intento de contrarrestar la violencia con iniciativas sociales, no ha tenido más remedio que responder a la violencia con violencia. Ante la urgencia le queda sólo la vía armada, el Ejército, la Guardia Nacional y con eso institucionaliza la violencia y propicia también que comunidades e individuos se armen y se muevan sólo en ese horizonte.
Las universidades públicas, la educación superior en general, son de Estado, mas las autónomas no son de gobierno. Son por eso uno de los actores que podrían comenzar a llenar ese enorme vacío. Sin embargo, lo común, lo normal en las instituciones cuando una de sus estudiantes es afectada, es publicar una declaración burocrática de protesta y solidaridad con la familia, y luego nada. No es toda su culpa, durante las últimas décadas los sucesivos gobiernos han impulsado políticas e iniciativas neoliberales en la educación que han resultado eficaces para desintegrar comunidades y romper prácticas solidarias elementales. El desinterés por la cosa pública y por cambiar las cosas, la individualización extrema, la ambición monetaria, la ausencia de solidaridad, la falta de aprecio por trabajar junto a otros –lo colectivo– y la apatía, son parte de los resultados promovidos por ese paquete neoliberal. Se pone el énfasis en la calidad y la excelencia y éstas luego se traducen en el fomento a la competencia individualizada entre instituciones y programas, pero también entre profesores-investigadores y estudiantes, para ganar más dinero, ingresar a la mejor institución, obtener más presupuesto. En especial, son problemáticos los exámenes estandarizados que una y otra vez excluyen de la educación superior a más mujeres que hombres, pues contribuyen a normalizar la tesis del lugar secundario para la mujer; no precisamente lo mejor en un ambiente de violencia extrema sistemáticamente dirigida a ellas, muchas estudiantes. E incluso se añade legalidad al agravio, pues la actual Ley General de Educación Superior abre la puerta a que las instituciones puedan establecer libremente requisitos de ingreso incluso inverosímiles y la gran mayoría incluye el uso de los exámenes estandarizados. Es cierto, con todo lo anterior, las instituciones están en paz, no hay protestas, paros o movimientos, pero se vuelven indiferentes a su contexto violento y con su indiferencia ahondan el vacío que nutre los feminicidios, desapariciones y el deterioro brutal de la atmósfera social incluso entre sus propias estudiantes.
Los directivos de instituciones como la UNAM, UAM, IPN, UPN y muchas más, hoy indiferentes u omisas, pueden tomar o impulsar decisiones que cambien las instituciones y convocar comunidades a abandonar la pasividad. Los más de 5 mil centros de educación, organizados pueden hacer mucho para llenar ese vacío en que mueren, son desaparecidas o violentadas miles de casi niñas y jóvenes mujeres.
¡No más Debanhi, no más silencio, no más vacío!
* UAM-Xochimilco