El sistema de justicia en México está colapsado.
No comenzó ayer el deterioro, pero en la última década ha sido evidente para muchos ciudadanos que lo mejor es no enredarse en las redes churriguerescas de lo que se llama justicia. Los sucedáneos a ésta son desde luego justicia por mano propia, que adopta en general la forma de manifestaciones ciudadanas: marchando, obstruyendo el libre tránsito u ocupando casetas de cobro e instalaciones pública o privadas. Se incurren en actos de ilegalidad, pero éstas resultan de una ilegalidad mayor que provoca la impunidad masiva que es la esencia misma del sistema de justicia. En el Índice Global de Impunidad 2020 México ocupa el lugar 60 entre 69 países analizados. De cada cien delitos, 92 quedan impunes.
La rabia. El signo de nuestros tiempos es la rabia y la frustración. Además de todos los signos externos continuos y constantes de protestas, hay quizás una actitud más penetrante, generalizada y destructiva de la convivencia social. Una especie de cinismo militante que pone en duda la capacidad y la voluntad del Estado para resolver los problemas que mas afectan a los ciudadanos en cualquier de los niveles de gobierno. El efecto combinado de protestas callejeras y desconfianza en las autoridades es la generación de un ambiente poco propicio para las acciones cooperativas y la participación cívica. Ésta es la verdadera polarización en el país. Como lo señala el informe Latinobarómetro del año pasado los ciudadanos creen que las leyes se cumplen poco o nada, 83 por ciento en México, y 84 por ciento el promedio latinoamericano.
Confianza. En el informe Latinobarómetro del año pasado aparecen datos claves respecto a la confianza en las instituciones. Así la confianza en las fuerzas armadas en un 48 por ciento en el país. En el gobierno la confianza alcanza un 28 por ciento en México. En el poder judicial la confianza apenas llega a un 24. En el congreso o parlamento alcanza un magro 22 por ciento. La confianza en los partidos políticos alcanza apenas un 13 por ciento de confianza.
La polarización en la cúpula. Si la polarización en la sociedad es entre los ciudadanos y las autoridades, la polarización entre las elites es entre dos visiones de democracia. Una minimalista que concibe a la democracia a partir de elecciones libres y confiables, competencia entre partidos y división de poderes. Otra una democracia plebiscitaria que desconfía de los cuerpos intermediarios y que favorece la centralización política y la relación directa entre el líder y el pueblo. Tanto Nadia Urbinati como Pierre Rosanvallon han profundizado en una democracia constitucional que va más allá de los ordenamientos electorales, favorece la participación cívica y la deliberación pública sin caer en las diversas trampas conceptuales de la democracia plebiscitaria.
Esta polarización es irresoluble porque está planteada, de ambos lados, como un juego suma cero.
El enforcement. Es curioso que no exista una traducción directa. La más cercana sería acatamiento, pero tendría que añadirse acatamiento de las leyes con la coerción del aparato estatal. Esto no ocurre en México porque las leyes cuando se aplican se hacen con enorme discrecionalidad y lo que impera, más bien, son un conjunto de convenciones y reglas informales. En realidad, como lo analizan Levitsky y Murillo un bajo nivel de acatamiento de las leyes permite que los poderes de facto, no ejerzan su poder de veto sobre las leyes aprobadas en los congresos sabiendo que éstas no se van a cumplir.
La desconexión. Las instituciones débiles son el resultado de una desconexión entre los procesos formales de elaboración de leyes y los detentadores del poder de facto. La desconexión no sólo existe entre las élites políticas y económicas, sino entre éstas y la polarización en la sociedad.
En ese sentido, las élites están desfondadas.
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